por Clara Laguna, Condé Nast Traveler
Aunque no siempre la gente piensa en el factor comodidad a la hora de emprender un viaje, la búsqueda de desconexión suele implicar cierta medida de esta. Y no diremos solo que vale la pena, sino que, muchas veces, aumenta el disfrute. Desde luego, es el caso de Cabo Polonio.
“Llegar a este Parque Nacional uruguayo puede resultar poco confortable para algunos –nos advierte Pablo Zamora, protagonista de este relato–. Tras aparcar el coche en la entrada, has de coger un autobús de dos plantas que circula por la playa –un trayecto impresionante–, para lo cual llegas a una pequeña terminal de autobuses arrastrando tus maletas por la arena”. Un pequeño peaje indispensable para poder sumergirte en uno de los sitios más especiales del planeta.
Nos esperan playas de arena, puntas rocosas, dunas, bosques costeros, humedales... Algunas especies en peligro o amenaza de extinción (como el sapito de Darwin) son los habitantes naturales de este paraíso (en cierta medida) virgen. También la banana do mato, la rana de cuatro ojos y la tortuga de canaleta se encuentran en su hábitat, la ballena franca austral y la tortuga verde.
Casas sobre las rocas, cerca del faro de Cabo Polonio. Pablo Zamora
En el pueblo, cuyo origen data del siglo XIX, los habitantes no llegan al centenar. No hay tendido eléctrico, calles pavimentadas ni iluminación pública, aunque sí algunos hoteles y alojamientos que cumplen las condiciones de preservación. La experiencia gastronómica pasa, sobre todo, por comprar ceviches, choclos y otras recetas locales en los puestecitos de la playa.
“También hay algún restaurante muy agradable, como La Perla de Polonio. La comida es muy rica y cuenta con una terraza muy bonita”. Lo más reseñable para Pablo, sin embargo, son los preciosos colmados. “Recuerdan a los ultramarinos gallegos de antes; queda cierta huella del emigrante español, también la percibimos en los barecitos y tiendas de Montevideo”.
En Cabo Polonio convivieron con uruguayos de vacaciones, argentinos... y se encontraron con el presidente de Uruguay. Estaba comprando el pan descalzo y sin escolta. Nos llamó la atención que, en vez de irse a Punta del Este a una mansión, prefiriese este enclave más hippie, por así decirlo. Lo de que vaya sin escolta también es curioso, tienen una democracia muy tranquila”.
Interior de la casa sobre el acantilado en la que se alojaron el fotógrafo Pablo Zamora y su pareja, el bailarín uruguayo Sebastian Calvo. Pablo Zamora
El viaje había comenzado diez días antes, con una larga visita a Montevideo, bastante vacío por las altas temperaturas, que empujan a los urbanitas hacia la costa. Después Punta del Este, Jose Ignacio, La Cabrera, La Paloma, Rocha... A Pablo, cuyos destinos preferidos son aquellos que aún no ha conocido (como Chile, donde tiene familia que le espera, y Argentina), le gusta planificar sus escapadas.
“Alquilamos un coche y fuimos Río de la Plata arriba. Diría que, cuanto más subes, mejores son las playas”, opina el fotógrafo y colaborador de Condé Nast Traveler, que no se dedica a la fotografía de viajes propiamente dicha, pero siempre lleva consigo la cámara y ha compartido con nosotros este viaje tan íntimo, un álbum familiar sobre su primera Navidad austral.
“Mi novio es uruguayo y tenía muchas ganas de conocer el país con él. Ya había estado en una ocasión por trabajo, en el invierno de 2009, y tuve entonces la oportunidad de visitar Cabo Polonio. Me encantó aquel paisaje invernal, desolador, así que me nació la curiosidad por verlo en verano, totalmente transformado”.
Si bien durante toda la aventura uruguaya se alojaron en casas de personas cercanas, en Cabo Polonio escogieron una casita alquilada al borde del mar que les había recomendado una amiga. El boca oreja es algo muy habitual allí. “Qué decir de los paisajes... Toda la costa es suave, puede recordarnos a Cádiz, Bolonia, Tarifa... Tal vez las puestas de sol son aún más bonitas, que ya es decir, pero ¡qué necesidad hay de comparar!”, bromea.
El refugio de la oscuridad
“No es la luz / Lo que importa en verdad / Son los doce segundos de oscuridad”, cantaba Jorge Drexler y, al parecer, se inspiraba en el hermoso ‘apagón’ de Cabo Polonio. En este pueblo preservan la rusticidad y la belleza del entorno (y de no tener todas las comodidades. o lo que solemos considerar como tal). Por cierto, que Pablo y Sebastian asistieron a un concierto gratuito de Jorge Drexler en una playa cerca de Punta del Este. “Todo el mundo estaba en silencio, con el mate, sentados en reposeras mientras se ponía el sol. Fue precioso”.
"En nuestra casa no había electricidad ni agua corriente, vivimos una auténtica desconexión”.
“No hay enchufes en las casas, si quieres cargar el móvil lo tienes que dejar en las tiendas de comida. En nuestra casa no había electricidad ni agua corriente, teníamos que sacar el agua con una bomba. Pudimos vivir una auténtica desconexión”. Efectivamente, pese a que ha habido cierta gentrificación en la zona (y aumento de los precios de la vivienda), se mantiene la peculiaridad de que no haya alumbrado, público, si bien hay placas solares en algunas casas.
“Por las noches no hay farolas, está ultracuidado, se nota que las intendencias (así llaman a los ayuntamientos) lo tienen súper protegido. No ves ningún desastre estético ni contra el entorno, tampoco ningún desmán arquitectónico, todas las casas están perfectas, no hay alturas desproporcionadas. Este enorme respeto por el paisaje, que se mantiene en todo el país, es lo que más me impactó del viaje. Si sales de noche en Cabo Polonio, te alumbras con una linterna, y el manto de estrellas es impresionante”.
Un desconocido pasea al atardecer en Cabo Polonio, nadie diría que es temporada alta. Pablo Zamora
Desde el emblemático faro, que puede visitarse durante el día, se avistan las Islas Encantadas, Rasa y El Islote, hogar de lobos marinos, los cuales dieron origen a la población.
“Admiro ese afán uruguayo por preservar la arquitectura, el medio ambiente... quizá no tienen esa cultura tan rápida de tirar. También me gusta su cultura muy familiar. Por ejemplo, la nochevieja aquí fue cero protocolaria, disfrutamos de un asado en la playa, en chanclas”.
Se necesita tan poco para ser feliz.
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