por Andy Stalman en Linkedin
El reciente apagón masivo que dejó a España —y a buena parte de la península— a oscuras, es un recordatorio brutal de esta realidad. Bastaron unos minutos sin suministro para que el tráfico colapsara, los hospitales entraran en protocolos de emergencia, y millones de personas quedaran aisladas en una maraña de dispositivos inútiles. Se apagaron las pantallas, se congelaron los sistemas de comunicación, y lo invisible se volvió aterradoramente visible.
Encendemos la luz, cargamos móviles, hacemos funcionar ordenadores, cocinamos, calentamos agua, nos refrigeramos en verano y nos calentamos en invierno. Comunicaciones, transporte público, hospitales, fábricas, sistemas de abastecimiento de agua potable: todo colapsaría sin electricidad en cuestión de minutos. Hasta cosas que creemos "manuales", como sacar dinero de un cajero o repostar gasolina, dependen de ella.
Cuando la electricidad desaparece, no solo nos enfrentamos a la oscuridad física, sino también a la emocional: ansiedad, desorientación, miedo. Nuestra dependencia no es solo tecnológica, es existencial.
Perdemos conexión con otros, con nuestros recursos, y hasta con nuestras propias habilidades básicas. De repente, descubrimos que no sabemos conservar alimentos, que no podemos desplazarnos, que no podemos comunicarnos sin intermediarios brillantes y parpadeantes.
Como con la pandemia, esta vulnerabilidad nos recuerda algo: la necesidad de resiliencia.
Aprender a vivir con menos, a tener planes de contingencia, a reconectar con habilidades prácticas olvidadas. Fomentar la producción local de energía, diversificar nuestras fuentes, reducir la demanda absurda y educarnos en cómo sobrevivir si todo se apaga. No para vivir en el miedo, sino para vivir con la dignidad de quien entiende los límites de su propio castillo de naipes eléctrico.
Quizás, solo quizás, algún día valoremos esta fragilidad y la usemos para fortalecernos, en lugar de seguir corriendo detrás de enchufes como polillas desesperadas cada vez que cae la noche.
O quizás no, y seguiremos olvidándolo todo cada vez que se encienda la luz.
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