La hora del brunch
Viernes, 27 Mayo 2011

La hora del brunch

Ni desayuno ni almuerzo. Instaurado en la cultura de las grandes ciudades del mundo, poco a poco lo adoptan los porteños interesados en optimizar los tiempos de ocio de los domingos.

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por Sergio Sotelo

El penúltimo grito en materia gastronómica –el brunch, según el neologismo de origen inglés que lo nombra– resulta sabroso hasta por su anecdotario. Algún despistado podría pensar que esta práctica, de incipiente penetración entre los porteños y que entusiasma desde hace años a londinenses y neoyorqu­inos, a berlineses y madrileños, es una tendencia nueva y de origen sofisticado... y no.

En realidad, el ­brun­ch (ecuación resultante de sumar las palabras breakfast y lunch) es una costumbre que tiene cuando menos su siglo largo; con el añadido curioso de que se trata además de una innovación que hay que atribuir a una cultura magra en creatividad culinaria, como la estadounidense. Para despejar el primero de los equívocos basta con consultar alguna hemeroteca y ver cómo ya en 1896 la revista londinense Punch advertía a sus lectores que, para estar "en lo último", había que adherir al brunch. Desmentir la segunda suposición –la de la presunta y apriorística sofisticación de la cosa– depende en cambio del crédito que uno quiera dar a los muchos gastrónomos que imputan la autoría de esa ocurrencia al talante práctico de los granjeros del Middle West y a su glotonería.

La leyenda se habría escrito más o menos así: en el brete de tener que elegir los domingos entre unas horas más de sueño y disfrutar del desayuno copioso que acostumbraban tomar el resto de la semana, parece ser que los granjeros resolvieron por la vía salomónica: levantarse igualmente tarde y engullir al mediodía, después de la preceptiva misa dominical, todo lo que habían dejado de comer por apego a las sábanas.
Tiempo de ocio

Aunque con ligeras adaptaciones, eso mismo pretende el brunch que desde hace unos años se gastan los urbanitas de las principales metrópolis del mundo: optimizar los tiempos de ocio de los domingos, reservando para la jornada lúdica por excelencia –el brunch es hasta ahora costumbre dominical– una comida que, sin afanes científicos, puede definirse como una suerte de buffet con programa informal.

¿Lo verdaderamente distintivo? El margen generoso que el brunch deja para que sean la creatividad o el capricho de cada quien los que compongan opíparos menús combinando algunos elementos típicos del desayuno (jugos, infusiones, panes, huevos) con platos de mayor consistencia y bebidas más propias de un almuerzo: carne vacuna y vinos, ahumados y champagnes, pastas y licores.

"El público local siempre se amolda a lo que ofrecen; y en la Argentina seguimos guiándonos por las tendencias que vienen de afuera." Cecilia Nigro, relaciones públicas del hotel Alvear, establecimiento pionero en la introducción del brunch en Buenos Aires, apela a la capacidad mimética de los argentinos para explicar la progresiva adopción de una costumbre que tiene muy poco, prácticamente nada, de criollo.

Y es que, en realidad –como señala Máximo López May, chef del restaurante capitalino La Corte–, el brunch es "un concepto demasiado angloamericano para que prenda fácilmente entre nosotros".

Pero entonces, y para no perder el hilo: ¿bruncheamos o no bruncheamos en Buenos Aires? Aun sin ser tendencia rabiosa –apunta López May– no sería Û exagerado decir que el brunch está en trance de adquirir cierto arraigo entre los porteños. "Siempre que uno sepa adaptarlo al gusto local", advierte este veintisieteañero que ha aprendido el oficio a fuerza de viajes –Londres, San Pabulo, Sydney...–.

No es porque lo diga él mismo, pero el responsable de la cocina de La Corte, uno de los pocos locales de la Capital Federal con una propuesta verdaderamente original de bruncheo, tiene muy en claro cuál sería ese know-how. "El paladar argentino tiene rutinas, y los domingos tocan pasta y asados... Nosotros tratamos de ajustar el brunch más clásico, el que se tomaría en ciudades como Nueva York, a los platos de acá." Y cuenta el chef –la mirada risueña de un bendito que trabaja en lo que le apasiona, la mirada búdica y la barba escueta– que él se ha valido por ejemplo de la costumbre nacional del aperitivo para, a partir de la inclusión de fiambres y/o verduras grilladas, convencer incluso a los más reticentes de que la opción del brunch es tan viable y gozosa como el mejor y más familiar de los asados.
Huevos benedict

Algo de esa misma estrategia de adaptación han utilizado en el restaurante Olsen, un establecimiento de inspiración nórdica ubicado en el barrio porteño de Palermo Hollywood, para promocionar su oferta de brunch. Indiferentes a cualquier acceso de purismo –por libérrima que sea la filosofía brunch, hay convenciones; dirían los puristas que todo brunch debería contener sí o sí unos huevos benedict neoyorquinos–, en Olsen han decidido hacer una propuesta que incluye contemporáneamente un almuerzo y un desayuno de consistencia. "Aunque la verdad –admite Francisco Nouzille, uno de los propietarios–, la mayoría se lo toma como si fuese un almuerzo convencional."

Además de servir para aguzar la inventiva de los restaurateurs locales, el fenómeno incipiente del brunch también permite hacer un poco de sociología comparada.

Con una digresión previa: la cultura del brunch tiene dos clientelas tipo: a) los madrugadores, gentes que estimuladas por la idea de aprovechar las horas de ocio del domingo prefieren evitarse el engorro de una comida al mediodía y suman ésta al desayuno. b) los noctífagos, gentes que lo que quieren aprovechar no es precisamente el día, sino más bien la noche.

Ahí tendría el lector otra de las posibles genealogías del brunch: sería entonces una suma de comidas forzada por la circunstancia de haberse levantado tarde, mucho más tarde de la misa de los granjeros estadounidenses; y también, un bálsamo contra los excesos del alcohol –con un infaltable Bloody Mary, el reconstituyente más eficaz contra la resaca.

Y ahora sí, ya a la de vuelta de la excursión: ¿dónde caeríamos los argentinos?

"Esto –dice Máximo López May, y esto es La Corte, un restaurante con aire de cava bodeguera– nunca se llena antes de las dos y pico de la tarde, mientras que lo usual en otros países, como los Estados Unidos o Inglaterra, es que el brunch empiece a mitad de la mañana."

Los clientes de Olsen serían todavía más laxos en el tema de los horarios. Comenta Francisco Nouzille, de nacionalidad francesa para más datos, que el local de Palermo tiene su afluencia pico a las tres de la tarde, con algunos parroquianos que caen –y por eso el local sirve su brunch/desayuno hasta ¡las 20!– bastante más tarde. ¿Cuánto más tarde? "Umm... Cuando se levanten", matiza con discreción.
Gente viajada

Por lo demás, y horarios aparte, el perfil del bruncheador porteño sería bastante afín al del identikit que retrata a sus pares en otros pagos.

"Sí, habitués y mucho más gente de aquí que turistas", precisa Cecilia Nigro a la hora de discriminar a los clientes que pueden permitirse –con 95 pesos– el exclusivo brunch que sirve el hotel Alvear.

"Treinta a treinta y cinco años... Gente que se mueve, y que en algún viaje conoció el brunch y se copó", dice el chef de La Corte.

"Público que viene en familia, profesionales y parejas jóvenes con niños, los famosos bobos...", tercia Nouzille refiriéndose a la subespecie urbana que identifica a los bohemios de gustos burgueses.

"Y la mitad, reincidentes", añade el propietario de Olsen.

Antes de terminar, y por si al lector le tienta cambiar el asado y sentirse un poco cosmopolita, ahí va una receta para iniciarse en el brunch: escalfe un par de huevos, tueste unas rebanadas de pan, monte los primeros sobre las tostadas, añada unas tiras de panceta, báñelo todo con salsa holandesa, y... ¡voilá! Ya tiene unos eggs benedict sin necesidad de hacer escala en Nueva York.

Portal de América - Fuente: www.lanacion.com.ar

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