por Sergio Antonio Herrera, desde Zurich
Salimos temprano desde la terminal de buses de Ginebra y en poco de más de una hora y media llegábamos a la comuna de Chamonix-Monte Blanc (abreviada generalmente como Chamonix) un destino turístico y deportivo próximo a la triple frontera de Francia, Suiza e Italia, pero en territorio galo.
Arribamos directamente a la estación del teleférico de Aiguille du Midi, para subir desde los 1030 del lugar, en una primera etapa hasta los poco más de 2700 metros y allí trasbordar a otro vehículo para llegar a los 3842 metros de la más alta de las Agujas de Chamonix. En realidad, la cabina deja a los turistas en los 3777 metros de la estación y luego hay que hacer un tramo en ascensor hasta la cima.
La sensación es variopinta. El aire corta la cara con siete grados bajo cero y la altura, superior a la de La Paz, Bolivia, en donde en 1980 estuvimos y juramos no regresar por lo mal que nos sentimos. Sumados esos detalles negativos, no llegan a desmerecer ni por asomo, lo increíble del paisaje y la satisfacción de la misión cumplida.
Para la anécdota dos momentos
Se presenta el guía, de nombre Antonio pero no habla una palabra de español y cuando respondemos al clásico ¿where are you from? diciendo Uruguay, la amplia sonrisa y la exclamación: "el país del presidente surfer…"
Y la otra es que por momentos nos preguntábamos la causa por la que al menos para la foto, no hayamos alquilado equipo para esquiar... (¿nos imaginan?, nosotros no). Junto al guía y un pequeño grupito de compañeros de excursión, éramos los únicos de la cantidad de seres humanos que llegaban a Aiguille du Midi que íbamos con las manos en los bolsillos, sin llevar nada.
Disfrutamos mucho el ascenso relatado pero -sinceridad ante todo-, disfrutamos quizás del mismo modo, el descenso. Lo dicho entre el frío y los efectos de la altura, luego de sacarnos la foto "en el aire", queríamos "volver al mundo".
La caminata desde la estación al pueblo es un disfrute para la vista. El entorno alpino, los contrastes de colores con la inmensidad blanca, los pequeños comercios, los particulares restaurantes y la obligatoria sopa de legumbres fueron la recompensa ideal.
La Mer de Glace fue "la yapa"
Alla fuimos caminando hasta la estación para abordar un simpático tren de montaña que no podía tener otro color que el rojo para hacer un tramo en ascenso de 25 minutos en otra ladera del Mont Blanc para llegar a La Mer de Glace, el glaciar con 7 kilómetros de largo y 200 metros de profundidad que le constituyen en el más largo de Francia. Si bien no tanto como el de la cima de la Aiguille du Midi, el frío reinante fue la excusa para tomarnos un exquisito y bien caliente chocolate.
Cumplida otra etapa de las previstas y a satisfacción. La próxima entrega es la llegada a Zúrich, la fondue y el Museo de la FIFA.