Por las nubes de Los Andes
Martes, 21 Diciembre 2010

Por las nubes de Los Andes

De Lima a Huancayo, el Ferrocarril Central Andino lleva más de un siglo cruzando los Andes. Aunque desde 2006 ya no es el tren más alto en el mundo.

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por Rodrigo Cea*

"Colocaré rieles hasta donde puedan caminar las llamas". Henry Meiggs.

Metros más, metros menos. No importa.

Si el Ferrocarril Central Andino alcanza 4.781 metros sobre el nivel del mar o 4.818, sólo es relevante para los obsesionados con los récords. La cifra que de verdad importa, la que se debe conocer antes de comenzar este viaje, es que en la construcción de la vía férrea entre Lima y Huancayo -que tardó 38 años, de 1870 a 1908- murieron 7 mil personas, casi la mitad de los trabajadores que participaron en las faenas.

Por eso, el 22 de setiembre de 1908, cuando se inauguró el servicio, los 150 pasajeros fueron despedidos como héroes en Lima, entre pañuelos blancos y cañonazos.

Más de un siglo después, a las 6:30 de la mañana de un viernes cualquiera de mayo pasado, no había mayor alboroto en la estación Desamparados de la capital peruana. En el centro de la ciudad las calles aún estaban vacías cuando unos 300 turistas -la mayoría europeos, mochileros jóvenes y ancianos con look Indiana Jones- esperábamos adormilados a que abrieran las puertas de la estación para comenzar uno de los viajes en tren más famosos del mundo, pues hasta julio de 2006 -cuando se inauguró el ferrocarril entre Beijing y Tíbet, que alcanza 5.072 metros sobre el nivel del mar-, el tren entre Lima y Huancayo era el que corría más alto en el planeta.

Como muchos ahí ese día, supongo, fue por tal récord que llegué al tren, cuestión que 13 horas más tarde, ya de noche en Huancayo, sería sólo número, un dato de importancia menor.

A las 7 en punto sonó el silbato y los carros comenzaron a moverse. Sentado, a la izquierda en el sentido de marcha del tren, mirando hacia atrás, lo primero que vi pasar por la ventana fue el lado oculto de Lima para el turismo: basurales, calles de tierra y poblaciones de casas construidas con retazos de latas y madera.

La imagen me recordó que pasear por Barranco, Miraflores y San Isidro no significa conocer Lima y, más importante, anticipó que el viaje sería por la Sudamérica subdesarrollada, ese inmenso lugar que los economistas nos quieren hacer olvidar.

Remontando la cuenca del río Rímac, no había mucho más que ver por la ventana y, pese al sueño, me dediqué a leer la historia del ferrocarril en el libro oficial que compré a bordo.

Aunque el gobierno peruano ya barajaba la idea de manera seria en 1859, la obra comenzó el 1 de enero de 1870. La principal motivación, por cierto, no era el transporte de pasajeros sino conectar los yacimientos mineros de los Andes centrales con el puerto del Callao.

"Yo colocaré rieles hasta donde puedan caminar las llamas", le aseguró Henry Meiggs al presidente José Balta. Después de trabajar en Chile, el estadounidense Meiggs se radicó en Perú y utilizó el trazado del polaco Ernesto Malinowski para cruzar los Andes. Durante los 38 años de construcción del trayecto, cuatro de cada diez obreros murieron a causa de la falta de alimentos, las condiciones climatológicas, el mal de altura y, sobre todo, debido a una enfermedad transmitida por un mosquito que les destruía los glóbulos rojos.

En total, fueron 17.500 hombres quienes trabajaron en la construcción del Ferrocarril Central, que entre 1870 y 1908 debió salvar problemas como la muerte Meiggs, en septiembre de 1877, y la guerra con Chile, que a partir de mayo de 1878 paralizó la obra durante un par de años, por falta de financiamiento.

Con una geografía marcada por ríos y abismos, la ruta requirió de 56 puentes, cuestión que significó importar miles de piezas de hierro desde Estados Unidos, Francia e Inglaterra para después transportarlas en burros y, por fin, instalarlas. La tarea fue igual de ardua a la hora de construir los 69 túneles del trazado -que en total suman 10,8 kilómetros- para ir desde la cara occidental a la oriental de los Andes.

Por la ventana pasaban lagos y ríos enmarcados en la cordillera que cada vez lucía más salvaje y deshabitada. Cada 20 minutos aparecían pueblos mineros, que se veían detenidos en el tiempo.

Por medio de 6 zigzags -modo de disponer los rieles en forma de "Z" para que que el tren sobrepase cerros, avanzando y retrocediendo- el tren ganaba altura y a las tres horas de camino ya superábamos los 2.500 metros de altitud, límite en el que comienzan los problemas propios del soroche o puna.

Por suerte me sentía bien y tranquilo pues confiaba en que la pastilla que había tomado temprano -comprada la noche anterior en una farmacia de Lima- me permitiría prescindir de la enfermera y la bolsa de mareo que estaba frente a mi asiento.

"No camine mucho, trate de no agitarse", me aconsejó el encargado de cortar los boletos, y también de servir el desayuno y el almuerzo: pollo con arroz dispuesto en recipiente de alusa, de buen sabor, pero lejos de lo que uno espera probar cuando sueña con viajar a Perú.

Pasada la 1 de la tarde, cuando ya iban 6 horas de viaje, el cielo se había cubierto de nubes mientras nos acercábamos a la estación Galera: en todo sentido, el punto más alto del viaje.

El tren se detuvo por 10 minutos ahí.

Los pasajeros bajaron para tomar fotos de la hermosa postal de los Andes y, después, esperaban su turno para retratarse junto al cartel en que se lee "Punto ferroviario más alto del mundo 4.818 metros / 15.806 pies".

Me hubiese encantado tener esa foto, pero además del frío -no iba con la ropa adecuada para soportar 2 grados bajo cero-, comenzaron a caer granizos que me hicieron volver pronto a mi asiento.

Dentro del vagón, empecé a conversar con una pareja de setentones californianos, fascinados con el paseo:

"El 2007 anduvimos en el tren del Tíbet, pero esto es distinto. Porque no es lo mismo construir una vía a comienzos del siglo 20 que construirla a comienzos del 21, con toda la tecnología que hoy se dispone, ¿entiendes?", me dijo Steve Mac-Mahon, geólogo y ex hippie fanático de Latinoamérica.

A los diez minutos, el tren comenzó a rodar nuevamente. En medio de los Andes, caía nieve y el suelo comenzaba a tornarse blanco. A lo lejos, las pastoras apuraban el paso de sus rebaños, de no más de veinte llamas.

El tren avanzaba entre nubes.

Después de cruzar el túnel Galera -"el más alto del mundo", diría un majadero-, estábamos en la provincia de Junín, la cara oriental de los Andes: cien por ciento indígena, pobre, atorada un siglo atrás en el pasado.

Siguiendo el curso del río Yauli, el tren comenzó a descender hacia La Oroya. Iban 8 horas de viaje y, a esas alturas, el paisaje andino comenzaba a parecer monótono. Entonces, decidí ir al coche-bar para distraerme un rato.

La mitad de los pasajeros del tren estaban en el carro donde retumbaban cumbias alegres y el aire estaba impregnado a pisco y limón.

No sé muy bien por qué, pero (¿para ponerme a tono?) pedí un pisco sour. Busqué un espacio junto a la ventana y ahí conocí a Elvira León, profesora de música nacida y criada en Huancayo, madre de dos hijas pequeñas con los ojos clavados en el paisaje.

De niña, me contó Elvira, guardaba recuerdos nebulosos del tren, que nunca más utilizó porque el bus a Lima tarda la mitad del tiempo (6 horas) y cuesta la mitad del precio (cien soles):

"Pero quería que mis hijas (Ximena y Roxana, de 8 y 11 años) hicieran este viaje, que conocieran la forma en que sus abuelos llegaron a nuestra ciudad. Además de la papa a la huancaína, este tren es el otro gran orgullo de Huancayo", bromeó.

Entre decenas de conversaciones en inglés, francés y alemán -en ese orden-, Elvira me hizo notar que éramos los únicos hablando en castellano y, antes de despedirnos, me recomendó qué hacer durante el día que permanecería en Huancayo:

"La verdad no mucho, pero puede ir a la Plaza Constitución, a la Catedral o a la Plaza Huamanmarca", me dijo.

Nos dijimos "buen viaje" y yo, ya cansado, me fui a mi asiento para disfrutar tranquilo, lejos de la música, las últimas dos horas de viaje (llevaba más de 10 horas a bordo, y la butaca no me parecía tan cómoda como al principio).

Afuera estaba oscuro y no había mucho que ver, salvo contar las luces a lo lejos y agitar la mano para responder a los niños que saludaban cuando el tren pasaba por pueblos del valle del río Mantaro, como Apata, Jauja y Matahuasi, ya muy cerca de Huancayo.

Después de 346 kilómetros y 13 horas, agradecí ver a lo lejos el fulgor de las luces de la ciudad.

El ferrocarril entró avanzando lento, mientras yo pensaba en qué importaban los récords, si este fue o no el tren de pasajeros más alto del mundo hasta 2006 (según algunos, el ramal de Río Mulato a Potosí y Sucre, de la Sección Boliviana del Ferrocarril de Antofagasta a Bolivia, alcanzó 4.787 metros).

Me daba igual.

Cuando el tren se detuvo, bajé, busqué un taxi y le pedí al chofer que me llevara a la dirección que Elvira me había dado para probar papas a la huancaína en Huancayo. Entonces, por fin, este viaje habría finalizado.
Datos prácticosEl trayecto Lima-Huancayo o Huancayo-Lima cuesta 200 soles (unos 70 dólares; 300 soles, unos 106 dólares, ida y vuelta) en el coche "turístico" y 100 soles (35 dólares) en el "clásico". En cualquiera de las direcciones, lo recomendable es viajar en los servicios (son 2 a 3 cada mes) que parten a las 7 de la mañana para ver el paisaje, pues salir a las 19 horas, de noche, no tiene mayor gracia. Recuerde que el viaje dura entre 12 y 13 horas, mientras que el bus tarda sólo 6, con pasajes que cuestan unos 100 soles.

Más información en www.fcca.com.pe

*Rodrigo Cea, desde el Ferrocarril Central Andino, Perú..

 

fuente: diario.elmercurio.com

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