Diario de ruta: 45 leguas de un viaje a dedo
Domingo, 26 Enero 2014

Mónica comienza su diario de ruta en el kilómetro 34. Mónica comienza su diario de ruta en el kilómetro 34. Foto: Francisco Flores.El País
Un periodista necesitó ocho vehículos y nueve horas para llegar desde el peaje de Pando hasta Cabo Polonio sin gastar un peso.
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por TOMER URWICZ, El País Digital

Si hubiera viajado la misma distancia en ómnibus, no tendría nada para contar. No habría conocido a Fany y su frenesí por recorrer Sudamérica, a Mónica y sus preparativos para actuar de estatua viviente, a Marcelo y su mate de cortesía, a Enrique y sus historias de peligro ni a Martín y sus hazañas de mochilero en París. Hubiera tardado la mitad del tiempo en recorrer estos 231 kilómetros (45 leguas), pero me habría perdido nueve horas de aventura que pueden separar al Peaje de Pando del Cabo Polonio.

La noche anterior los pronósticos meteorológicos advertían una ola de calor. La temperatura rondaría los 35 grados y la sensación en la carretera, sin viento y a pleno rayo del sol, podía ascender unos grados más. ¿Hasta dónde llegaré si empiezo a hacer dedo a primeras horas de la mañana? ¿Cuánto tardaré esperando a la intemperie? ¿Quién me llevará? ¿Me encontraré con otros mochileros? Preguntas, agua y una mochila. Con eso empecé el viaje.

Son la 9.54 de un viernes y el kilómetro 34 de la ruta Interbalnearia está tranquilo para tratarse del principio del fin de semana. Los funcionarios del peaje me explican que puedo hacer dedo (o autoestop, como le dicen algunos) recién pasando la parada de ómnibus. A esta hora soy el único mochilero en busca de un aventón, en este punto que resulta ideal para mi propósito. No en vano a un lado de la carretera hay un almacén de nombre Súper Comienzo.

El vendedor de hamacas paraguayas al costado de la ruta, un bahiano que viene "a hacer la temporada" a Uruguay, me da los primeros consejos: debo pararme en lugares en donde los vehículos aminoren la velocidad y tengan lugar para estacionar. Por eso la salida del peaje es el punto de partida para varios autoestopistas. Hasta ahí llega Mónica, en un ómnibus que la trae desde Ciudad Vieja. Su objetivo: llegar a Punta del Este antes de las primeras horas de la tarde. Allí trabaja como estatua viviente, en la calle Gorlero, y sabe que si llega temprano puede recaudar hasta 100 dólares en el día.

Mónica dista bastante del estereotipo de mochilero que uno puede tener. No lleva un bolso demasiado grande, ni carpa, ni championes colgando. Simplemente viste una musculosa roja, tiene olor a protector solar, caravanas que parecen hechas de bambú, una estrella de cinco puntas como collar, una pequeña mochila muy prolija, escucha al Príncipe con unos auriculares enormes de esos que usan los Djs y tiene restos de brillantina.

Es porque en esta época del año está en plenos ensayos de Carnaval, como bailarina en la comparsa Zumbaé. Y cuando le queda tiempo aprovecha para viajar, siempre a dedo. "Ahorrás plata y conocés gente muy copada", cuenta sin dejar de alzar el pulgar. "Y para eso lo único necesario es paciencia, agua y que los astros estén alineados". Es un discurso que se repite en el resto de los viajeros.

Tiene 26 años, viaja sola y no siente miedo. Además, dice, "a las mujeres les es más fácil que las levanten que a los hombres; y ser pocos es mejor que muchos". Solo una vez sintió en carne propia el peligro. Fue hace seis años, en un verano en la costa de Rocha. "Me subió a su camioneta un tipo y quiso tener sexo, le rogué que me dejara bajar y me largó en la mitad de la ruta, en la noche". Aun así no teme y es de las que piensa que "puede ocurrirte algo también al cruzar la calle".

La espera se hace larga. Ya vamos más de media hora de conversación, en una charla que va desde el baile africano hasta su viaje a dedo a Florianópolis en una travesía de dos días; incluso me cuenta que una vez el chofer era el músico Martín Buscaglia. En eso pasan dos mochileros por detrás: son Enrique y Raquel, deseándonos "éxitos". Parece una clave de camaradería, y es que en la ruta uno quiere que le vaya bien a todos, que los demás también lleguen a destino lo antes y mejor posible.

Para mi sorpresa, la pareja se posiciona unos cuantos metros más atrás. Luego Enrique me explicará que es una de las reglas de convivencia en la ruta: el que llega primero, va primero y el resto se va escalonando después. Y la caminata, tal como aconsejan desde Policía Caminera, es en sentido contrario al tránsito para poder ver la reacción de los vehículos.

A las 10.58 se va Mónica. Nos saluda entusiasta a todos y le devolvemos el gesto. Enrique me cuenta que conoció a Raquel en un barco yendo a Carmelo. Ella es madrileña y está paseando por la región. Él, que se recorrió Uruguay a dedo, la quiere llevar, esta vez, a conocer el Este.

¿Cuánto faltará para que me levanten?, empiezo a inquietarme. Enrique, con tono sabio, trata de animarme y asegura que "los uruguayos son solidarios". Eso sí, nuestra travesía, advierte, empezó tarde porque "la mejor hora es 9 de la mañana o las 5 de la tarde".

Trato de distraerme con la charla que, a esa altura, se remonta a febrero de 2002, en la Ruta 8. Enrique iba a dedo camino a Río Branco cuando se da cuenta de que el vehículo que lo llevaba era de unos cuatreros, que estaban robando el ganado pegado al alambrado de la carretera. El auto tomó velocidad hasta que él los pudo persuadir para que lo dejaran bajar.

No termina la anécdota y frena José en su Peugeot. Viaja solo. Me pregunta para dónde voy. "Eh... para la Barra del Chuy", es lo primero que se me ocurre decirle, pensando en un destino alejado y en el sentido de la ruta. Pero él va a Tacuarembó y se desvía en la rotonda de Atlántida. "Igual me sirve", le respondo. Total, lo único que pretendo es vivir la experiencia.

Nuestro tiempo compartido son apenas unos minutos, insignificantes para él, a quien aún le aguardan unas siete horas de viaje. Pero prefiere "ir con gente", argumenta. "En general no soy de levantar a personas en la ruta, más bien me fijo en la pinta y qué equipaje lleva", dice. Se ve que le caí bien, o le di lástima porque mi cara ya denotaba los primeros indicios de agotamiento por el calor.

Mi primer chofer es estudiante de Agronomía en una universidad privada. Yo le cuento que escribo, pero no que soy periodista. Prefiero no inhibirlo y que la charla sea lo más auténtica posible. En el asiento trasero del auto lleva un termo verde y unas camisas a cuadros, típicas de un joven de campo. No supera los treinta años y muestra interés por los temas de actualidad. Me recuerda que cerca de su pueblo, por la Ruta 5, vieron hacer dedo a uno de los integrantes de la banda delictiva "piratas del asfalto", que luego capturó la Policía.

Son las 11.32 cuando llego a Atlántida. Aprovecho que a la salida del balneario hay un cartel de Ceda el Paso para instalarme allí, siguiendo el consejo del vendedor de hamacas. No pasan diez minutos cuando frena una camioneta Fiat. Es Pedro, mi segundo chofer. Viaja solo y en la caja del vehículo lleva a su perro Jopi, un labrador rubio.

Como sucede en las charlas de barrio, hablar sobre el animal abre las puertas para conocernos mejor. Al igual que José, Pedro es amante de la naturaleza. Trabaja en un Frigorífico y está yendo hasta Costa Azul, a descansar a la casa de sus padres.

Son solo 10 kilómetros los que compartimos y la conversación desemboca, siguiendo con el folclore barrial, en el estado del tiempo. Las nubes que cubrían el cielo al comienzo de la mañana empiezan a desaparecer y la temperatura se hace sentir. Por eso Pedro había decidido arrimarme.

Ya en el destino aprovecho que un Ford bordó pasa a marcha lenta y extiendo el pulgar. Maneja un señor mayor, de unos 70 años, que va a Guazuvirá. ¿Qué más da? Hasta allá voy. Son cinco kilómetros más, esta vez sin conversar. Hay quienes prefieren ir con compañía, pero sin hablar. Respeto esa actitud y comparto el silencio. Miro por la ventana: el paisaje va tomando cada vez un colorido más verde y las edificaciones tienden a desaparecer. Con ello se hace más difícil encontrar puestos de comida o una simple sombra donde cobijarse, a excepción de las paradas de ómnibus de hormigón que pasan a ser un refugio codiciado.

En Guazuvirá atravieso una de las primeras zozobras. Lo que parece ser un lugar de paso se transforma en una larga espera. Allí, en el kilómetro 60, un grupo de obreros refacciona el pavimento y un cartel de "Gente en Obra" hace descender la velocidad de los autos. Incluso estoy ubicado en la entrada misma del balneario, por lo que puedo captar la atención de quienes entran y salen. Sin embargo, pasa más de una hora y sigo con la mano estirada, sin éxito. Van casi tres horas desde que llegué a la ruta y solo avancé 26 kilómetros. He aquí otro de los aprendizajes: conviene tener en cuenta hacia dónde se dirige el vehículo que uno toma y dónde lo dejará, para no quedar varado en un mal punto.

Un puesto de torta fritas, al otro lado de la ruta, me da cierta tranquilidad. Son esos pequeños oasis de civilización que calman la ansiedad de quienes vivimos en ciudad. Además venden bebidas, pero pensando que el medio litro de agua que me queda es suficiente opto por no comprar. Sí, "pensando". Viajar solo en la ruta se presta para la autoexploración.

A las 12.24 pasa una caravana de motoqueros para el Este, muchos con matrícula brasileña. Como es de esperar, ninguno frena. Tampoco se detiene ningún camión de carga de combustible, los cuales tienen prohibido llevar acompañantes por razones de seguridad. Menos aún las camionetas con caja abierta que se someten a una legislación ambigua que les permite llevar a alguien solo en forma "excepcional".

Por suerte, al rato sale del balneario una pareja de cincuentones que van hasta San Luis, apenas unas cuadras más. Pero todo sea por cambiar un poco de paisaje y de historias. Me preguntan a dónde voy. Esta vez digo a Punta del Diablo. "Uy, con estos líos de los videos y el relajo de los gurises", me comenta la conductora. No contesto, tampoco sé qué decir. "Nosotros también fuimos jóvenes, por eso te estamos arrimando", se ríe. "Supimos hacer dedo". No da el tiempo de que me cuenten sus andanzas. Desciendo. Veo que a unos metros hay una estación de servicio. Es hora de almorzar y recargar la botella de agua.

De pronto observo que está saliendo un auto. Es un joven solo, con cara de dormido. No ingreso al comercio y le pido directo a este chofer, el quinto de mi aventura, que me acerque al Este.

Él va a Punta Ballena. Tiene que ir a revisar la recepción de unas antenas. Debía estar en el lugar mucho más temprano, pero la noche anterior se estiró un poco más de la cuenta. Lo primero que me advierte es que fuma mucho. De hecho en el trayecto enciende al menos dos cigarros seguidos.

Enrique, como se llama, no es de llevar personas que hacen dedo. Pero le caí "bien" y, además, lo agarré desprevenido cuando salía de la ruta. Me pregunta por qué viajo en esta modalidad: "Para aproximarme a las miradas de los otros", respondo con una frase que encontré en un blog la noche anterior, mientras miraba el pronóstico del tiempo. No reparo mucho en su significado, pero sé que suena convincente.

A Enrique se le da por hablar y lo hace con una voz enronquecida, un poco por el cansancio y otro tanto por el humo del cigarro. Me cuenta de sus estudios, sus negocios y lo difícil que es para los jóvenes uruguayos generar su propio emprendimiento.

Le digo que voy hasta la Barra del Chuy. "Entonces te dejo en la circunvalación para agarrar Ruta 9", me dice. Asiento con la cabeza sin imaginar mi error: por allí los autos pasan a más de 100 kilómetros por hora. Algunos argentinos que van hacia Punta del Este parecen ni notar que hay alguien al costado de la ruta, vuelan. De los gestos de otros interpreto que van a un lugar cercano o simplemente que en su vehículo no cabe un alfiler. Paso así casi dos horas. Ya veo el fondo de la botella de agua. Tengo sed. Me reprocho no haber esperado más en la estación, al menos para recargar la energía.

Un baño de protector solar y otra vez a dejar el pulgar estirado, sin éxito. Aprovecho que traigo un marcador y una hoja e improviso un cartel: "Rocha". Tampoco funciona. Recibo una llamada por celular, de esas que se entrecortan por la mala señal, que me anima a caminar unos metros más, bajo el sol. Así llego hasta la parte más alta de la curva (esa zona de Pan de Azúcar es un tanto ondulada), donde me ve Mario.

- ¿A dónde vas?

- A la Barra del Chuy.

- Ah, voy hasta la entrada de San Carlos, ¿te sirve igual?

No lo dudo. Entro aún antes de que termine la frase. Cierro la ventanilla que mi nuevo chofer abrió para hablar conmigo y valoro, como nunca antes, el aire acondicionado. Me escurro en el respaldo y quedo callado. Mientras él me da otros consejos: siempre tenés que pararte después del repecho, porque si no a los autos (y sobre todo a los camiones) se les complica frenar.

Parece que sabe. Siempre levanta a autoestopistas. Por mi cansancio la charla es breve. Me bajo sobre la ruta 9, donde se entra a San Carlos, por el kilómetro 130. Faltan otros 208 para llegar al Chuy. Pero lo único que pienso es que tengo sed y hambre. En este punto del mapa el tránsito es bastante escaso en relación a la Interbalnearia, por lo que sobresalen los sonidos de la naturaleza. No hay postes de luz ni paradas de ómnibus. Solo señalizaciones y un puente en el que los vehículos pasan lento. A un costado estoy yo.

A los 15 o 20 minutos pasa Martín, en su Twingo verde, con matrícula de Rocha. Enciende las luces picapica y avanzo hacia él. Va para La Pedrera. Me sirve y le aclaro que prefiero bajar en el parador de Rocha, a 76 kilómetros de allí.

La conversación es franca. Me cuenta que siempre hizo dedo y por eso cuando está al volante devuelve la gentileza. Incluso supo ser autoestopista en Europa; de París a España. Mira a un costado de la ruta y ve a una pareja haciendo dedo. Me pregunta si me molesta que los levante y respondo que no, que son "mis pares", aunque esta vez le confieso que soy periodista. Se sube un joven y su novia. Son cordobeses que hace autoestop por primera vez. El motivo es "simplemente para ahorrar", dicen. "Es que nos mató el cambio de (pesos) argentinos a uruguayos".

El trayecto es placentero. Martín paga el peaje de Garzón. Los argentinos nos consultan sobre los mejores destinos para recorrer en Uruguay. Cuando se produce silencio cada uno mira por la ventana. Bajo en la primera estación de Rocha, el resto sigue. Aprovecho el baño, compro un agua fría y un almuerzo liviano en la rotisería. Estiro las piernas, otro baño de protector solar y otra vez a la ruta... a hacer dedo.

Me levanta Marcelo en su camioneta, casi no habla. Me convida con un mate antes de arrancar, me cuenta que es profesor de Educación Física, que vive en Piriápolis y que tiene un ranchito en el Polonio. Allá vamos. Sube el volumen de la radio, escucha una música instrumental. Solo abre la boca nuevamente para saludar a Fany, una mochilera francesa que arrimamos hasta la entrada de La Paloma (ver recuadro). El viaje sigue sin interrupciones hasta el estacionamiento. Nos despedimos con un apretón de manos. "Hasta la vuelta". Son las 19.02 y ya supero las nueve horas de travesía. Si sigo viaje, no tengo ómnibus de regreso. Decido comprar el pasaje. Otra vez la ruta, 45 leguas en sentido contrario.
Clave casi universal

Hacer dedo en Uruguay o autoestop en Argentina, es "jalar dedo" en Ecuador, "tirar dedo" en Perú, "echar dedo" en Colombia o "ir de raid" en México. Pero esas diferencias de lenguaje coloquial se terminan en un gesto que parece ser comprendido por todos: estirar la mano y alzar el pulgar en sentido de la dirección del tránsito. Aunque tampoco es tan así. En Israel, por ejemplo, se apunta con el índice hacia el camino, como parando un ómnibus en Uruguay. En la India se deja la palma de la mano hacia el pavimento y se la agita en forma repetitiva. También la frecuencia de esta práctica difiere según el país y, sobre todo, de acuerdo a la sensación de seguridad. Mientras en Cuba los camioneros están moralmente obligados a levantar a los viajeros en la ruta, en los países de Europa Oriental, en especial en Rumania, es una constante en la forma de desplazamiento de los estudiantes.
Llegó de Francia en busca del sueño (sud)americano

Remeras con el rostro del Che Guevara, rastas y un español con acento extranjero son parte habitual del paisaje en las rutas latinoamericanas. Cientos de mochileros europeos, en su mayoría jóvenes en edad universitaria, deciden venir a estos pagos del Sur en busca de una experiencia distinta, despojada de lo material y las corridas por el tiempo. En Uruguay no hay estudios antropológicos sobre esta población. No obstante, escuchando sus anécdotas salta a la vista su fascinación por la naturaleza y, a veces, una forma de ser un tanto esotérica. Así, por ejemplo, es Fany, una viajera francesa que encontramos en la ruta 15, camino a Cabo Polonio después de pasar por Rocha. Hace siete meses que recorre a dedo Sudamérica y su objetivo es llegar en 2015 a Costa Rica. Desde fin de año está en Uruguay, a donde arribó con su compañero a pasar las fiestas y a juntar algo de dinero como masajistas. Cuenta que no le impactaron ni Punta del Este ni el chivito. Prefiere el cielo estrellado "que no se ve así en el Norte" y los yacimientos de amatistas en Artigas. Aún no conoce Cabo Polonio, a donde piensa ir en abril, "cuando bajen los precios del alojamiento y la comida".
Una norma, dos miradas distintas

En la ruta los que mandan son los vehículos. Por eso los peatones tienen que estar, más que nunca, con los ojos bien abiertos. Aunque se quiera avanzar hacia donde va el tránsito, la legislación nacional -a través de la ley de seguridad vial- exige que la caminata sea por las banquinas y en sentido contrario a la circulación vehicular. También se recomienda utilizar ropa clara para que ante la falta de luz los choferes puedan tener una mejor visual. Cuando se suben al auto, los mochileros deben "utilizar los mismos elementos de seguridad que se exigen para cualquiera, principalmente el cinturón", explica Ruben Fernández, vocero de Policía Caminera. Los choferes deben recordarles esta medida, ya que pasan a ser su responsabilidad. Respecto a llevar a un pasajero en la caja de una camioneta o la zorra de un camión, la normativa es más bien ambigua. En forma "excepcional" está permitido, pero si el personal de Caminera ve una reiteración en esa acción "puede tomar medidas correctivas", advierte Fernández.
Una arrimada al alcance de la mano

Si bien los jóvenes son los que más hacen dedo, la práctica no es exclusiva de ese grupo etario. En Uruguay es común ver a maestras rurales en la ruta haciendo autoestop debido a las dificultades para acceder al transporte público en esas zonas. Otros viajeros acuden al dedo para ahorrar dinero, para viajar acompañados, por la simple aventura y hasta para evitar una contaminación vehicular innecesaria. Incluso hay quienes han llegado a recorrer miles kilómetros haciendo dedo, como Enrique Silva (38), un uruguayo habitué del autoestop que viaja acompañado de su perra.

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