Las Vegas, mundo bizarro
Jueves, 24 Febrero 2011

Las Vegas, mundo bizarro

Conocer Las Vegas es sinónimo de recorrer sus hoteles, trajinar sus mesas de juego y asomarse a una ciudad de atracciones extravagantes que convierten la estadía en una experiencia inverosímil.


por Walter Duer

Un desayuno a cuerpo de rey frente a la Torre Eiffel. Un paseo por el puente de Brooklyn a media mañana. Un recorrido en góndola por los canales después del almuerzo. Una caminata alrededor de las pirámides para abrir el apetito cuando cae el sol. No. No se trata de una alucinación ni de una alternativa exclusiva para multimillonarios que cuenten con su propio jet supersónico. Es la descripción, posible para cualquiera que se anime a caminar 500 metros, de un paseo típico por cualquier grupo de hoteles de los que se ubican a la vera de The Strip, la principal avenida de Las Vegas.

Visitar esta ciudad estadounidense, famosa desde la década del ‘40 por albergar hoteles fastuosos, haberse construido de la nada –era, originalmente, un desierto en el corazón del estado de Nevada– gracias a inversiones non sanctas de los mafiosos de la costa Este (la película Bugsy, con Warren Beatty, es muy ilustrativa en este sentido) y poseer todas las alternativas habidas y por haber para apostar dinero, es equivalente a tener un sueño bizarro.

Aquí, fantasía y realidad conviven de manera profusa. Y confusa. El viajero mira al cielo y comprende que es de noche: hay oscuridad, se ve la luna en plenitud, algunas estrellas se dispersan aquí y allá. Pero ni bien ingresa en el Venetian, el cielo se vuelve celeste. A ver si se entiende: no hay allí arriba un techo pintado de celeste, sino un cielo diurno, diáfano, más diáfano incluso que el original que se podía vislumbrar algunas horas antes. De eso se trata Las Vegas: de sorprender al visitante. De imbuirlo en un mundo de mentiras. Funciona para los adultos como Disneylandia lo hace con los chicos. Porque no hay nada que no se pueda hacer en Las Vegas. ¿Casarse con alguien que se conoció hace apenas minutos? Todos los hoteles tienen su wedding chapel, una capilla para celebrar matrimonios de modo totalmente reglamentario. ¿Llevar ese casamiento al paroxismo de realizarlo en un barco de sirenas? Basta dirigirse al Treasure Island. ¿Acariciar tigres de Bengala mientras se lee una guía de la ciudad para ver cuál es el próximo paseo recomendado? Basta acercarse hasta el MGM. Cualquier idea, por extravagante que sea, puede convertirse en realidad. Sólo hay que estar en el hotel adecuado, en el momento adecuado.

Una cuestión de actitud

En este juego de ilusiones y falsedades, también cuenta la capacidad de los visitantes de abrir un juicio de valor respecto de la belleza de Las Vegas. El éxito para disfrutarla consiste en entregarse. Por caso: el Mandalay Bay tiene una playa, cuyas aguas hasta tienen olas. Ante esta perspectiva, hay dos posibilidades: una es poner cara de escéptico y sufrir ante la imitación; la otra, tratar de barrenarlas. Aquellos que se vuelquen por la primera sufrirán su estadía, porque aquí nada es verdadero (hasta podría decirse que lo único genuino es el control de seguridad del aeropuerto). Pero quienes se decidan por la segunda, podrán maravillarse como niños también ante el volcán del hotel Mirage, que entra en erupción todos los días, puntualmente, a las 7 de la tarde; ante la montaña rusa del New York New York, que entra y sale del hotel a voluntad y que muestra vistas veloces de los principales edificios de un Manhattan evocado; ante las aguas danzantes de las fuentes del Bellagio o los Elvis Presley y las Marilyn Monroe que pululan por las calles para posar en las fotos junto a los turistas, previo pago convenido, por supuesto.

Vale decir: aquí, hasta el clima es mentiroso. Puede hacer un calor de mil demonios, pero el viajero no sudará ni una sola gota. Un clima tan hostil y desértico no es impedimento para que en la ciudad convivan los mencionados leones de MGM con los tiburones del Mandalay Bay, los delfines del Mirage y las aves del Flamingo. Todo esto sin considerar a los papagayos que caminan por las calles subidos a los hombros de sus dueños, cazafortunas de pequeña escala que buscan propinas por una foto con el animal.

“Esta piscina representa la esencia de cómo divertirse en Las Vegas: hay que dejarse llevar por la corriente”, apunta un periodista especializado en tecnología, desde una piscina que simula ser río, también en el Mandalay Bay, durante un break del CES (Consumer Electronics Show), la gran feria de novedades electrónicas celebrada en enero. Apenas una de las miles de convenciones que se dan cita en esta ciudad donde la proliferación de eventos corporativos divide a la masa de visitantes en dos subgrupos bien diferenciados: el de ejecutivos que van de aquí para allá con los ojos bien abiertos y el de los turistas con camisas hawaianas y bermudas que van de aquí para allá con los ojos bien abiertos.

A jugar se ha dicho

Es imposible realizar una crónica de Las Vegas sin hablar de sus casinos. Sin embargo, hay que considerar que, como todo lo demás, el juego aquí también es una ilusión. Porque jugar es sinónimo de diversión. Aunque, por aquí, la mayoría de las personas que están apostadas en las miles de mesas diseminadas por todos los hoteles tienen cara de nervios, angustia, amargura. Todas señales que confirman aquello de que, de enero a enero, la plata es del banquero. Incluso, el biotipo de ejecutivos no utiliza el verbo jugar para referirse a la actividad de apostar, sino –directamente– el más honesto perder. “Como es la primera vez que estoy en Las Vegas, me permití perder 50 dólares en una mesa de póquer”, confirma uno de ellos.

Las mesas de ruleta, póquer –que es, a partir de los programas televisivos con campeonatos profesionales, el más popular– y pase inglés son tantas que da la sensación de que por más gente que haya hospedada en la ciudad, nunca van a llenarse. Sin embargo, los fines de semana por la noche, cuando llega el grueso de visitantes nacionales, el espacio respirable disminuye al mínimo.

Un dato interesante es que ya en el mismísimo aeropuerto, y segundos después de atravesar los controles migratorios, aparecen las primeras máquinas tragamonedas, un vaticinio de lo que está por venir. Pero es en los casinos donde empiezan a correr leyendas urbanas: que el croupiere sabe con absoluta precisión qué carta o qué bola sigue, que el oxígeno del lugar está adaptado específicamente para que los jugadores no sientan sueño y continúen invirtiendo su dinero en las mesas, que si uno gana una cifra exorbitantemente alta lo puede llegar a pasar mal con los security guys... Todos datos que le aportan un sabor adicional, de aventura prohibida, a la actividad. ¿Son verdaderos? ¿Cómo saberlo? ¿Qué es verdadero en esta ciudad?

De punta a punta

“Antes, la gente venía sólo por los casinos. Pero ahora Las Vegas es un centro de entretenimiento”, describe Osvaldo, un argentino que trabaja en el Luxor y vive aquí hace ya 8 años. Y no miente: cada hotel tiene, además del consabido salón de juegos, espectáculos de magia, clubes nocturnos, obras de teatro, docenas de restaurantes, propuestas de stand-up y, por supuesto, el elemento extravagante que le permite diferenciarse de los demás. Y ya que se menciona al Luxor, bien vale destacar su touch bizarro. Que no es, como uno podría suponer en un primer vistazo, el hecho de que el edificio tenga forma de pirámide, sino un museo en honor a Tutankamón con una falsa tumba del faraón egipcio.

Por si fuera poco, Vegas es el paraíso de cantantes que estuvieron en la cúspide en décadas pasadas –Cher está haciendo estragos este año– y hasta el Cirque du Soleil suele estrenar espectáculos en esta ciudad antes de hacerlos rodar.

Intentar hacer una descripción completa y taxativa de todos los condimentos kitsch de Las Vegas es misión imposible. Primero, porque cambian todo el tiempo: se renuevan, se agregan, se levantan. Segundo, porque son infinitos. Las almas curiosas pueden ensayar una recorrida de punta a punta por The Strip: subirse al monorriel que une el Mandalay Bay, el Luxor y el Excalibur por una de las aceras y luego el que cubre el recorrido entre el MGM y el Las Vegas Milton.

Esta es la forma más rápida de recorrer los diez kilómetros que separan al Mandalay Bay, el primero de la línea, del Stratosphere, el último, que ofrece atracciones como SkyJump (un salto en caída libre desde el piso 108), Insanity (un brazo mecánico que hace girar al visitante por la torre del hotel a toda velocidad y a 275 metros de altura) y otros placeres no aptos para cardíacos.

¿Qué queda por ver? Todo: la batalla de piratas del Treasure Island (una vez más, es necesario apelar al niño que se lleva dentro para poder disfrutarla sin reparos); el pequeño pero interesantísimo local de magia Houdini, en el New York New York; y, por qué no, el contraste entre los lujosísimos hoteles de The Strip y los moteles baratos que están a menos de cien metros, expresión vocacional de la ciudad que se concibe accesible a todos los presupuestos.

Bien sabido es que la máxima de los visitantes reza: “Lo que sucede en Las Vegas, queda en Las Vegas”. Muchos pueden suponer que esa frase fue acuñada para que quienes cometieron deslices en este paraíso ficticio que, de no haber mediado la mano humana, seguiría siendo el desierto de Nevada, pudieran mantenerlos ocultos por los siglos de los siglos. En verdad, basta visitarla por primera vez para entender que la expresión sirve para proteger a quienes todavía no pudieron conocerla de la existencia de este mundo irreal en el que nada es lo que parece.

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