Terminó de caer el Muro
Viernes, 08 Octubre 2010

Terminó de caer el Muro

No le hace falta el Nobel a Mario Vargas Llosa, cuya personalidad intelectual y el brillo de su obra están por encima de esa resbaladiza cucarda. Pero como acontecimiento cultural, significa la fractura del ciclo en el cual el premio estaba vedado a aquellos escritores que se apartaban del canon de lo que Tom Wolfe llamó la "izquierda exquisita", del cual fue víctima Jorge Luis Borges, quien murió portando el Nobel moral. Nunca recibió ese reconocimiento para él también redundante.

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por Ignacio Zuleta
Esclava de ese canon fue la feligresía que descorchaba champán por adelantado apostando a que lo recibiría Juan Gelman, con aroma y sabor apropiado para el premio y, además, calidad de buen poeta. Despertaron ayer como el astronauta soviético que quedó en el espacio cuando desaparecía la URSS. Para quienes creen que el Nobel de Literatura es importante, el Muro de Berlín terminó de caer ayer en Estocolmo.

Regocija el reconocimiento a este Vargas Llosa que ha construido con cuidado el perfil del intelectual perfecto de nuestro continente: escritura virtuosa, mirada y vocación política, ánimo de resistencia a lo establecido, pero también muestra pura de la debilidad del intelecto frente al poder. Por eso Vargas ha sido siempre un invitado inconveniente: fue castrista cuando costaba serlo, anticastrista cuando costaba serlo, es liberal hoy cuando también cuesta serlo. Por eso irritaba cuando visitaba la Cuba castrista, irritaba cuando condenaba, años después, las atrocidades del régimen; irrita también cuando se varea, siendo uno de los pocos intelectuales efectivamente liberales, por los pasillos del establishment conservador. En ninguna de esas posiciones cosechó muchos adeptos ni gran popularidad; cada capítulo de su vida incitó a que sus adversarios esperasen ver pasar su féretro y escupirlo en repudio de lo que significaba en cada momento.

Para resistir en esa jungla, Vargas se ha revestido de una fuerte personalidad, siguiendo el ejemplo de los intelectuales clásicos de un continente que los recluta en la misma cantera que a los políticos. Fabulador extraordinario de historias y personajes, su literatura en todos los géneros es una literatura política, responsable. Esa es la razón por la cual ha sido un hombre de polémicas, de rechazos apasionados -no tanto de fanatismos encendidos-; la sutileza de su arte no da argumentos para adhesiones incondicionales. Quien lo hiciera traicionaría a su propio ídolo, que jamás admitiría serlo de nadie ni a cambio de nada.

Costo

Ese perfil le ha costado tener que vivir lejos de su tierra, cambiar una frontera -aquella en la que chocan el occidente europeo con la América originaria- por otra, la anglosajona y francesa, termina siendo ciudadano español y profesor en los Estados Unidos. Cuando quiso regresar como candidato a presidente arriesgó el pellejo y casi no vuelve. Le ganó la elección un japonés, como si fuera él también personaje de una novela.

¿Cómo ha resistido ante esas tormentas? Por la fuerza formidable de su escritura y el talento de sus percepciones, que son las del poeta; ve lo que los demás no ven, tiene capacidad profética y, además, coraje para sostener esa representación con la palabra.

Sin esa fuerza expresiva, aunque decirlo parezca obvio, no podríamos hablar de un hombre de esta dimensión, representante del sistema estético más grande del siglo XX que es la literatura en lengua española, de una importancia y variedad que no puede ser comparada, en una suerte de nuevo Siglo de Oro, con el de ninguna otra lengua. El Nobel reconoció de ese conjunto a Gabriel García Márquez, Octavio Paz, Camilo José Cela, Miguel Angel Asturias, Pablo Neruda, Gabriela Mistral, Juan Ramón Jiménez y Jacinto Benavente (queda afuera de la lista José Echegaray, un blooper sueco que premió a un dramaturgo del siglo XIX que parece del XVIII). Con Vargas Llosa mejora el récord, pero frente a los Hemingway, los Churchill -que fue como darle el Nobel de Literatura a Obama o a Lula- y los Naipaul que se llevaron también diploma y cheque, cabe pensar en los ausentes de la lengua, encabezados por Borges y seguidos, por lo que representaron para la cultura universal, los García Lorca, Machado, Alberti, Ortega y Gasset, y tantos más.

Hombre de su tiempo, este Vargas Llosa ha tenido que asumir el rol del literato, productor de libros en un oficio en el cual al escritor no hay que pedirle más de una o dos obras. Lo demás lo entiende como necesidades de un empleo que debe pelearse en un mercado complejo y hoy planetario que fuerza a las plumas famosas a escribir quizá más de lo que fuera oportuno, aun en un hombre con una pluma tan suelta y seductora, comparable a las mejores de la lengua en toda su historia.

Audacia

En rigor, el Vargas Llosa que es esencialmente novelista es un autor que produjo sus mejores obras hasta la década de los años 80. Deslumbró con «La ciudad y los perros» (1962), espejo de los contrastes de su país en una pluma algo conservadora que estalló en «Conversaciones en la catedral», que exhibía audacias revolucionarias de estructura y punto de vista. «La guerra del fin del mundo» (1981) es seguramente su obra más grande, aborda el asunto de la frontera, el mismo de las grandes obras del continente, y hunde la pluma en ese extraño episodio que fue la guerra religiosa de Canudos, Brasil. Alcanza con ella las alturas de «Facundo» o del «Martín Fierro», lejos de las extravagancias del realismo mágico de sus colegas.

Inmediatamente, «La historia de Mayta» (1984) cierra el ciclo de sus grandes novelas con el cuento del Perú de la montaña y esa guerra que la desangró con la guerrilla bandolera de Sendero Luminoso. El resto es literatura, exquisita, profunda, gozosa en ciclos como «Pantaleón y las visitadoras» (1973) o «La tía Julia y el escribidor» (1977).

Han seguido un par de decenas de libros profesionales, estimables, entrecruzados con ensayos y prosa periodística, ligadas a sus filias y fobias ideológicas que profundizaron su perfil polémico. El prestigio le permitió satisfacer vicios privados como el ejercicio de la crítica literaria, que tiene en Vargas Llosa a uno de sus últimos practicantes tal cual la conocemos. Profesor de oficio, escribió sobre Rubén Darío, hizo un modelo de ensayo crítico con «La orgía perpetua: Flaubert y Madame Bovary» (1975) y cierra hace poco, cuando ya nadie escribe crítica literaria, con «El viaje a la ficción: ensayo sobre Juan Carlos Onetti» (2008), en donde el crítico supera ampliamente a su objeto, que parece un mero justificativo para una reflexión sobre el arte y la necesidad de escribir.

La Fundación Nobel es un producto de la cultura del prestigio, cuya capacidad crítica sobre la literatura -a la vista de los premios que suelen dar- no supera a la modesta Faja de Honor de la Sade criolla ni a la comisión de Literatura del municipio de Tres de Febrero, villa y corte que comanda el compañero Hugo Curto, o a la cantina Don Carlos, que concede el codiciado Ñoqui de Oro. Recobra prestigio con esta concesión que parece alegrar a todos, por eso que tiene de competencia deportiva esto de los premios literarios. Tiene un significado importante porque reconcilia al público con la vidriera a veces insolente al elegir a sus personajes principales. Hace sentir que la tierra en que se vive, la lengua en la que se habla tienen más dignidad. Hace sentir, además, que es un privilegio ser el contemporáneo de Vargas Llosa. Un lujo para festejar. Es como para encender un cigarro.

 

fuente: ambito.com

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