Ronda nocturna
Domingo, 07 Agosto 2011

Ronda nocturna

No hay que creerle a un mexicano cuando dice "una más y nos vamos". Tampoco a un chileno de ojos colorados ni a un paulista que a estas horas no entiende nada de español, aunque lo hable casi perfecto. Inesperados compañeros de la noche de Dublín, hace tres días éramos un grupo de periodistas serios invitados por la marca Jameson a conocer sus destilerías en Irlanda. Ahora estamos sentados en el cordón de la vereda, con dos punkies de crestas azules en una calle donde todo ha cerrado hace horas, debatiendo sobre la crisis financiera internacional y su relación con la música disco.

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por Martin Wain  

De simples desconocidos a prácticamente hermanos en menos de 72 horas, cada uno había viajado con su propio listado de bares por conocer. Pero antes del recuento de daños, es bueno narrar el viaje desde el principio, para tratar de explicar por qué la ciudad de los mil pubs puede ser igualmente atractiva en las calles y los parques como frente a una barra de botellas y barriles de todos los colores posibles.

El punto de encuentro fue el lobby del hotel. Ahí nos conocimos con Pato, el chileno; Marcelo, el paulista, y Rodrigo, el mexicano. También con nuestros anfitriones, que nos llevaron directo desde el desayuno hasta la Old Jameson Distillery, un edificio con más de dos siglos de antigüedad, donde funcionó la destilería hasta 1971.

La primera cata empezó antes de las 11, para comparar un blend local con un etiqueta roja escocés, más fuerte y ahumado, y un bourbon norteamericano, con mayor presencia de madera. Una de las grandes diferencias entre el whiskey irlandés y otros del mundo es que aquí se hace con tres destilaciones, en lugar de dos o una; por eso tiene un sabor más suave, aunque pegue igual de fuerte.

El edificio, visitado por unos 700 turistas por día, expone el origen de la tradición whiskera en el país y la historia de su fundador, John Jameson, que atravesó mares y desiertos en busca de emoción y buenos negocios. Su lema familiar hoy aparece en todas las botellas: Sine Metu , sin miedo.

El circuito por el museo termina con un brindis. Sláinte significa "salud" en gaélico y se pronuncia sloncha.

Como agua a la boca

Beber es parte intrínseca de la cultura de esta ciudad de 1,1 millones de habitantes, que consumen en promedio per cápita 132 litros de cerveza por año. Irlanda está segunda en el ranking de consumo cervecero, detrás de la República Checa.

La luz natural brilla por su ausencia en los Irish pubs más tradicionales, donde es imposible saber, desde la calle, cómo está el ambiente adentro. Estos lugares compiten actualmente con otros nuevos, blancos y resplandecientes.

Para conocer los sitios que cada periodista trajo en carpeta, decidimos alternar entre el programa oficial -también entre copas- y uno diferente, que incluía al bar más pequeño del mundo , que es el que vino a buscar Marcelo; Lillie's Bordello, que encabezaba la lista de Pato, un antro moderno donde, dicen, se puede encontrar a Bono cuando no está de gira, y Brazen Head, una taberna con más de ¡800! años de historia, que es parte de los textos de James Joyce y ahora un lugar buscado por Rodrigo, hombre de Letras. El mío era el bar sin nombre.

El mapa de ruta lo armamos en Finnegan's, uno de los clásicos del barrio Dalkey, donde el barman nos dio una clase improvisada de Irish Coffee: en una copa de vidrio se ponen una pequeña cuchara metálica y agua hirviendo; se vacía luego la copa, se echa un poco de azúcar, se agrega café bien caliente hasta la mitad del vaso y se corona con una medida de whiskey (tercera del día, a las 3 de la tarde). Finalmente, se vuelca crema sobre la cuchara, con buen pulso, para que se mantenga encima del café. El objetivo es que parezca espuma, como una cerveza negra bien servida.

Para aprovechar el primer momento de sol del viaje -el verano parece otoño-, caminamos junto al río Liffey, hasta la famosa zona Temple Bar. Su bar homónimo es el monumento más fotografiado de la ciudad, pero hay otros veinte en los alrededores, con música en vivo desde que empieza la tarde.

Hacia el Oeste, más allá de las tiendas vintage -en la última cuadra de Essex Street, continuación de Temple Bar- y de la catedral Iglesia de Dios construida en 1030, se encuentra el hotel Brazen Head, cuyo pub fue creado en 1198. El lugar simula un pequeño castillo, con un patio donde la gente bebe y fuma. Hay música celta todas las noches.

Cada dublinense es habitué de un puñado de pubs (el término proviene de public house ) donde, a la salida del trabajo, se junta con amigos sin tener que combinar antes con ellos. Desde que la crisis europea golpea fuerte a este país, ya no suelen reunirse todos los días, sino sólo tres o cuatro veces por semana. Ahora miran los precios: una pinta de cerveza (0,57 litros) cuesta de 4 a 5,50 euros, y un trago, entre 6 y 8. El whiskey se sirve mayormente en vaso de tubo, para mezclarlo con Ginger Ale, jugo de arándanos o Coca-Cola.

Nuestro after office fue en The Castle Lounge, muy cerca de la peatonal Grafton. La barra tiene tres expendedores de Guinness (la más buscada y famosa) y otras de Miller, Smithwicks, Carlsberg, Becks, Bulmers, Coors Light y Beamish, además de otras marcas que se sirven en porrón. Ni un maní ofrecen para acompañar, pero cerveza no falta.

La pinta queda estacionada en la barra antes de servirse, al menos por un minuto, hasta que la espuma esté en su altura justa. No hay música, como en la mayoría de los bares tradicionales. Cuando un cliente sale a la calle a fumar, el dueño o la camarera tapa su bebida con un posavasos.

Antes de comer, nos armaron una barra de whiskies en John Kehoe's, un old style bar del centro donde perdimos la cuenta. El lugar es de 1838 y, dicen, casi nada ha cambiado desde entonces. Luego sí nos juntamos en un restaurante, el Coppinger Row. Tiene cocina mediterránea y menús de 20 a 30 euros (almorzar cuesta la mitad en casi cualquier taberna).

De allí salimos a buscar el Dawson Lounge, tal vez el pub más pequeño del mundo , como advierte un cartel sobre su puerta. Pasamos un par de veces por ahí sin reconocerlo: sólo hay una escalera caracol detrás de una puerta de vidrio. Pero al bajar nos encontramos con una habitación de techo bajo y paredes amarillas que concentraba a una veintena de bebedores. El lugar es más apretado que íntimo, pero la cerveza es barata en comparación con otros lugares.

Salimos rápido y nos metimos en el Café en Seine, a una cuadra, también sobre la calle Dawson. Es un viaje en el tiempo a París de mediados del siglo XIX. Elegante, cálido y colorido, tiene lámparas de pie sobre mostradores, esculturas de bronce de 4 metros, arañas art nouveau en sus dos grandes salones y muchos recuerdos que escaparon de la memoria del grupo.

Tras la extensa jornada, fue más fácil entender por qué la ciudad tiene cientos de puertas pintadas de colores llamativos, en casas muy similares entre sí: cuentan que para muchos habitantes ha sido la manera histórica (la única) de encontrar sus hogares a la vuelta de la ronda nocturna.

Cork, segunda estación

El viaje de Dublín a Cork, la segunda ciudad en importancia del país, fue perfecto para recuperarnos: dura casi tres horas en un cómodo y silencioso tren. Pero poco después de las 13 ya estábamos en la Old Midleton Distillery, otra vieja destilería de Jameson en las afueras de la urbe, listos para una nueva degustación.

Catamos cinco blends, desde el original hasta un reserva de 18 años y un raro Vintage Reserve de 400 euros la botella. No era de esas degustaciones para sentir sólo los aromas, sino también para arriesgar sabores. "Tiene gusto a tarta de manzana -disparó el maestro destilero, David Quinn, con su nariz dentro de la copa-. En cada cata, uno puede encontrar referencias muy distintas, incluso en una misma botella. Es como esos suvenires que uno compra en un viaje y después, en su casa, descubre que no le gustan o viceversa. El sabor de un whiskey también depende del momento, el clima o la compañía."

Quinn vivió parte de su infancia en este edificio devenido paseo turístico. Su padre y su abuelo habitaron la casa principal, por ser los maestros a cargo de la producción en diferentes épocas. El lugar tiene un hermoso edificio de piedras, con decenas de ventanas, y exhibe un antiguo molino de 6,6 metros de diámetro y el alambique con mayor capacidad en el mundo (144.000 litros). Al final, se venden botellas, llaveros y destapadores.

La destilería se mudó al lado cuando el edificio quedó chico. Ahí nos recibió el gerente de operaciones, Liam O'Leary, quien destapó uno de los 16.500 toneles que tenía en el galpón, para que probáramos su contenido antes de ser embotellado. "Los estuvo esperando por 12 años", dijo antes de servir.

Con cuatro décadas entre barricas, Liam cree que algunas de las historias fantásticas de Irlanda pueden surgir de allí mismo, por las narraciones de empleados de turnos nocturnos. "Siempre se bebe algo para pasar las noches de frío. Tal vez por eso tenemos tantas leyendas de duendes... O de las ollas de oro al final del arcoiris."

A los habitantes de Cork se los reconoce también por un acento marcado y expresiones como boy y so al final de cada frase, para enfatizarla. En el bar The Welcome Inn, su dueño, Paraic (o Patrick en irlandés), hace gala de esas diferencias, con un show improvisado de letras difíciles de entender.

En camiseta con botones y el repasador en un bolsillo, Paraic tomó el micrófono para un stand up muy festejado, sobre todo por lugareños que parecían estar (bebiendo) desde temprano. "El bar abre apenas sale el sol, para los taxistas, portuarios y empleados de hospitales que trabajan de noche y también quieren tener su after office", contó el dueño. La noche continuó con cuatro grandes músicos jugando con sus banjos y guitarras, con un repertorio de música local.

La ruta pendiente

De vuelta en Dublín, nos quedaban dos bares por conocer. Pero también casi toda una ciudad. Así que visitamos el Museo de los Escritores y el Trinity College antes de meternos en la Casa Guinness, donde funcionaba la maltería y ahora es también un museo. La entrada cuesta 14,40 euros e incluye una cerveza que puede beberse en la terraza, frente al río.

Al bar sin nombre llegamos de casualidad, como era de esperar. No tiene carteles, pero se lo conoce como... No Name Bar . La clave está en un caracol que cuelga sobre su puerta. En su moderno salón predominan los tonos rojos, hay sillones y una terraza con lona circense.

El último lugar fue Lillie's Bordello, donde no estaba Bono, pero sí mujeres con aspecto de celebridades mezcladas con hombres de tamaño rugbier. Es un club nocturno metido en un callejón, que sólo puede identificarse por sus hombres de seguridad en la puerta.

Para más tarde quedó la zona de Temple Bar (los bares cierran a las 2.30, cuando abren las discos), los compañeros de crestas azules (punks e irlandeses, mejor tenerlos de amigos) y los músicos callejeros, casi uno por cuadra. En la vuelta por Grafton, bajo la lluvia, un trompetista tocaba con una mano y sostenía un paraguas con la otra. Fue la última imagen de Dublín; ahí estaba el hombre, aunque no podríamos asegurarlo.

Portal de América - Fuente: www.lanacion.com.ar

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