Expreso al glamour
Lunes, 16 Mayo 2011

Expreso al glamour

Un recorrido en tren que une la Costa Azul, desde Cannes hasta Menton –pasando por Niza, Mónaco y unas cuantas villas con encanto– permite comprender a fondo el concepto de opulencia a la francesa. Todo, con vista al Mediterráneo.

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por Walter Duer

La Costa Azul francesa, cuyo nombre está bien ganado si se mira el Mediterráneo desde cualquiera de sus playas, remite a glamour, a artistas hollywoodenses, a escaparates exclusivos, a magnates y príncipes perdiendo fortunas en la ruleta, a yates saturando los amarraderos. Todo eso es cierto. Y puede comprobarse a bordo de un tren... en apenas una hora y media.
La primera parada, Cannes, es ya un shock de opulencia. Ni las mansiones, ni las boutiques de la Croisette –la gran vía de cara al mar, donde Louis Vuitton y Hermes son vecinos naturales–, ni las tarifas de las tiendas de la rue d’Antibes –de tres dígitos, como mínimo– muestran familiaridad alguna con el bajo perfil. Aquellos que vivieron anhelando ser parte de esas películas francesas en las cuales las mujeres beben un trago en la playa protegidas bajo un sombrero de ala de gran perímetro, un pañuelo mínimo al cuello y un perro extra small escarbando el antebrazo que lo tiene atrapado, sólo deben dirigirse hacia el restaurante de la Plage C Beach en un día soleado. El set está armado. Claro que aquí las playas no se caracterizan por ser muy amplias y todos los balnearios tienen un espíritu estético muy seventies, época de máximo esplendor de la ciudad. Un recorrido esencial impone pasar por la rue Meynadier, la peatonal en la cual los viajeros pueden conseguir algún souvenir decente, y el mercado Forville, donde saborear el afamado panisse, una suerte de queso con pasta. La ciudad vieja, Le Suquet, es un traslado inmediato hacia una Cannes medieval, con callecitas empinadas en ascenso y el ocre como color dominante. Y las mejores vistas de la ciudad se obtienen desde las inmediaciones del Museo de la Castre, que recoge la historia local y es vecino de la Iglesia Nuestra Señora de la Esperanza.
Frente a la playa, dos islas –a las que se llega con servicios regulares de botes que salen del puerto– emanan soledad y belleza.
La primera, Saint Honorat, está poblada por monjes que ofician misa en latín con cantos gregorianos incluidos, un sendero de diez minutos a pie superpoblado de cipreses, eucaliptos y pinos; y unos viñedos que los mismos monjes aprovechan para producir un vino dulce delicioso. Además, en el extremo de la isla, se divisa un antiguo monasterio-fuerte de la Edad Media, construido al pie del mar.
La segunda, Sainte Marguerite, regala una costa de agua cristalísima, un Museo del Mar y un misterio para resolver: dicen que aquí se alojó el hombre de la máscara de hierro, el mismo que dio excusa literaria a la novela escrita por el genial Alejandro Dumas.
Donde los yates viven

De vuelta a bordo del tren, la segunda estación saliendo de Cannes, a unos ocho minutos, es Juan-Les-Pins. Si bien se trata de una villa extremadamente pequeña, reviste extraordinario interés: en 1960, los más grandes del jazz (Louis Armstrong, Ella Fitzgerald, Duke Ellington y Ray Charles) se dieron cita aquí para inaugurar un festival de esa música que sobrevive hasta nuestros días. Los más curiosos pueden recorrer sus calles y armar una agenda sibarita para una salida nocturna, porque la ciudad es prolífica en restaurantes y bares.
Casi no hay que esperar para llegar a la siguiente parada: Antibes. Un pueblo de ensueño, como salido de un cuento de hadas. Bajarse aquí vale la pena sólo por una razón: ver los miles de yates amarrados en su puerto. Los hay hasta donde llega la vista. Y los mástiles de los más lejanos parecen golpearse unos con otros. El Fort Carré domina toda la vista costera y se puede visitar sin prisa. Quienes crean en la mística de las inspiraciones, pueden aprovechar para nadar en la Plage de la Garoupe, dejándose arrullar por las mismas aguas donde alguna vez se dieron un chapuzón el pintor Pablo Picasso –quien tiene su propio museo en el Castillo Grimaldi– y el escritor Ernest Hemingway.
¿Espíritu inquieto? Biot es la siguiente estación en el recorrido, con sus interminables calles repletas de casas que venden el producto estrella de la ciudad: vidrio con burbujas, conocido a nivel local como verre á bulles. Muchas de las fábricas permiten al visitante comprobar, en primera fila, que el refrán que dice “No es como soplar y hacer botellas” para significar que no es tan fácil la técnica... resulta al menos injusto. Luego de la estación Villeuneve Loubet Plage, siguiente detención del tren, sigue Cagnes-sur-Mer: enclavada en la montaña, con infinitas casas pequeñas de color piedra que, desde muy lejos, parecen ser hormigas, es de un exceso de pintoresquismo arrollador. Aquí está la que fuera última morada del pintor Pierre Auguste Renoir, cuyo museo conserva obras como Lavanderas de Cagnes y La granja de les colletes, pintadas aquí mismo. Antes de volver a la terminal, otras dos visitas: la modesta y acogedora iglesia de San Pedro, por un lado, y el fuerte-prisión construido por los Grimaldi en 1309.
Las playas de piedra

En el imaginario popular, Niza –cuya estación principal de trenes, Nice Villa, está a tres de distancia de Cagnes-sur-Mer– hace pensar en turismo cinco estrellas. Por eso, la salida de la terminal puede ser un poco decepcionante: calles deterioradas, locales comerciales de baratijas y olores que en nada se asemejan a los famosos perfumes franceses.
El impacto dura poco: a las pocas cuadras, aparece en escena el centro viejo de la ciudad, con sus construcciones belle époque, su mercado de flores y sus innumerables restaurantes de cara al mar. Las playas llaman la atención: la arena está ausente y todo lo cubren unas piedrecillas ovales de color cemento. Una caminata por la orilla, sin calzado, genera una sensación atractivamente extraña. Niza se toma o se deja.
El tren retoma la marcha con una promesa: en cinco paradas llegaremos a Mónaco. Que es, al mismo tiempo, otra de las gemas de la Costa Azul... y un país independiente. Antes, la locomotora y sus vagones deparan una sorpresa más: sin aviso previo, en las inmediaciones de la villa Eze-sur-Mer –conocida por su jardin exotique, una de las principales colecciones de cactus de todo el mundo– toda la formación queda como suspendida en el aire, con un acantilado y todo el añil de la Costa Azul a la vista.
Si bien la impronta de la familia Grimaldi se advierte en cada rincón de la riviera francesa, en ningún sitio es tan clara como en Mónaco, territorio que gobierna desde 1297 con un señorío que fue legitimado en 1419 y que, durante sus seis siglos de historia oficial, cerró acuerdos de protección con Francia, España y el reino de Cerdeña. Hubo unos cuantos tambaleos de su autonomía, pero lo cierto es que se sostiene hasta hoy, apuntalada por una Constitución escrita a mediados del siglo XX.
De príncipes y azules
Lo primero que llama la atención al bajarse del tren en la parada Mónaco-Montecarlo es que todos los datos oficiales coinciden en señalar que el principado tiene unos 2 kilómetros cuadrados de extensión, aspecto en el que, si se consideran todos los territorios libres del mundo, sólo supera a Ciudad del Vaticano. A simple vista, la sensación es que esta gare –gigantesca estación ferroviaria– ocupa, al menos, la mitad de la superficie monegasca.
Una vez afuera, hay que tomar una decisión: ir hacia la parte alta, Mónaco-Ville, o hacia la zona de Montecarlo. En el primero de los casos, se accederá a una villa pintoresca, con callecitas de aspecto medieval repletas de casas de color terracota y mucha caminata en ascenso. A medio camino, el Palacio Real. Aquellos que tengan la fortuna de llegar a las 11.55 en punto podrán ver un cambio de guardia con toda la pompa. La llegada por esa rampa natural, sin bien esforzada, provee una postal diferente de todo el principado a cada paso. ¿Qué hacer por aquí? Caminar, caminar, caminar. Perderse por las calles, toparse con algún restaurante hermoso, disfrutar de esos interminables jardines con vista al mar que se extienden por toda la espalda urbana, dar con la catedral y con la Plaza de Armas, visualizar las construcciones de color rojo ornamentadas con azulejos...
Por el lado de Montecarlo, en cambio, los placeres se vuelven más terrenales. Porque es casi obligatorio derrochar alguna porción del presupuesto sobre el paño de uno de los casinos más impactantes del mundo, inaugurado en 1865 pero reformado unas décadas después hasta alcanzar su aspecto actual, nada menos que de la mano de Charles Garnier, el mismo arquitecto que proyectara la Ópera de París.
Es cierto. Es posible volver al tren, descender tres paradas más allá y conocer Menton, sus casas amarronadas, sus playas, su mar turquesa, su vegetación cuasi tropical. Pero, en rigor, el recorrido Cannes-Mónaco es el que amerita la descripción de opulencia de punta a punta.

Portal de América - fuente: www.cronista.com

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