por Ramón de Isequilla, desde Madrid
El primer día de la cuarentena decretada por el Gobierno de España estuvo signado por la espera frente al televisor del anuncio de los detalles de las medidas que tenía que realizar el presidente del gobierno a las 14 horas, y que tardó siete horas en concretar. La razón de la demora fue la falta de acuerdo en la coalición de gobierno y sus socios parlamentarios vascos y catalanes, del alcance del Real de Decreto que por primera vez en la historia de la democracia declaraba el “Estado de Alarma” en todo el territorio español. El único antecedente fue en 2010 cuando Rodríguez Zapatero lo declaró únicamente para los controladores aéreos que habían paralizado a tres millones de viajeros que salían de vacaciones por el “Puente de la Constitución”, con una huelga intempestiva y salvaje de la cual como siempre la víctima fue el turismo. Recuerdo la noche de ese 3 de diciembre, que estaba en tránsito en Barajas, ver llegar los camiones del ejército, para controlar las instalaciones, entregándonos a los frustrados pasajeros mantas verde oliva, un botellín de agua mineral y una mini bandeja de jamón serrano con un pequeño pan, para hacer más confortable la espera.
En esta circunstancia, infinitamente más grave que la anterior, no todos esperaron frente al televisor para confirmar por boca del presidente las medidas que ya se habían filtrado 36 horas antes a la prensa.
Desde la noche del jueves, la irresponsable burguesía madrileña cargó sus autos con las maletas, algo de comida, los peques, el perro, el loro y partió raudamente a su “segunda residencia” en Andalucía, Murcia, Valencia, Cantabria, Galicia y cuanta playa se les pueda ocurrir en los litorales mediterráneo, atlántico y cantábrico. A la abuela no la llevaron, ni se despidieron de ella, pues se encuentra confortablemente instalada en una residencia de ancianos, y desde hace una semana las autoridades de la Comunidad de Madrid prohibieron las visitas para evitar el contagio a ese grupo de riesgo.
Fue tal el desembarco de los improvisados turistas, que cundió la alarma en los pequeños pueblos costeros que, temiendo un contagio masivo, tomaron los alcaldes de alguno de ellos medidas restrictivas a la circulación.
Desbordaron los centros de información turística averiguando que actividades podían hacer con los niños, pensando que estaban de vacaciones en lugar de estar encerrados en sus casas para frenar la pandemia. Las terrazas de los bares y las playas se llenaron, en un obsceno espectáculo de negligencia e indiferencia por la salud de la comunidad.
Por suerte, en las últimas horas las autoridades han tomado las medidas que se deben tomar en emergencias sanitarias, esperando que la sociedad reaccione y todos juntos combatamos el virus siguiendo las estrictas recomendaciones de los responsables sanitarios.
En la madrugada nos llegan noticias desde Uruguay que se han suspendido las clases, y van tomando medidas cuando todavía están a tiempo de mitigar los daños del coronavirus.
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