por Luis Alejandro Rizzi, desde Buenos Aires
El sábado a la noche fuimos a ver con Claudia, mi mujer, la última película de Juan José Campanella, “El cuento de las comadrejas” una reedición de una anterior, estrenada si mal no recuerdo allá por 1975/76, dirigida por Jose Luis Martinez Suarez que se llamó “Los muchachos de antes no usaban arsénico”.
Desde ya adelanto que es una buena película destinada a ser vista masivamente. Tiene gancho.
No soy crítico de cine y ni entiendo demasiado sobre el tema, pero la comentaré del mismo modo que me gusta “catar” los vinos entre los me gustan y no me gustan, quiero decir que lo haré desde el lugar común del espectador medio. No tengo otra pretensión.
Desde ese lugar, no puedo ocultar que para mí la obra cumbre de Campanella fue una serie televisiva que por esas cosas o misterios de la vida, paso algo inadvertida que fue “Vientos de agua”, una obra que el mismo Juan José me dijo que jamás se podría repetir.
No se si es justo o no, pero para valorar el cine de Juan José a quien conocí cuando cumplía cinco años y durante unos largos años en que no encontraba su rumbo en la vida hasta que dio con el “cine”, hay que ponderar su propia obra y como antes decía, cada vez que veo algo suyo, “Vientos de Agua” me parece la mejor vara, diría fue y sigue siendo su “10”.
No me gusta comparar a directores o actores entre sí, sino como hago con mi propia vida, siempre me comparo conmigo misino que es la forma de saber hasta dónde uno puede dar o dicho de otro modo conocer las propias limitaciones.
“El cuento de las comadrejas” tiene su propia moraleja que pienso que el gobierno actual, y no quiero mezclar cine con política, sino presentar el hecho cultural, de la sabiduría y la experiencia como virtud digna de respeto.
A lo largo de la película veremos una historia que transcurre entre los recuerdos de una diva del cine que rememorándolos borda y decora el ocaso de su vida. Otras, la de su marido un actor, hoy lisiado, cuyos méritos como tal quedan sumergidos en una incertidumbre de mediocridad, un director de cine y un guionista que parecería que nunca alcanzaron el nivel de lucimiento de Mara Ordaz, la diva en cuestión.
La actuación de Graciela Borges, Luis Brandoni, Oscar Martinez y Marcos Mundstock, el famoso “luthier”, en los respectivos roles es descollante y resaltan la calidad cultural del guión.
Mara Ordaz vive, como decíamos, de sus recuerdos, quizás su única alegría, los otros de su experiencia, sabiduría de vida y de esa inocente picardía carente de maldad, propia de toda persona madura.
Aparecen dos jóvenes que hoy llamamos “emprendedores”, para no llamarlos pícaros, en el cabal sentido de la palabra que intentarán mediante una premeditada obsecuencia convencer a Mara Ordaz para vender el viejo palacio, parcialmente en ruinas, donde viven todos los personajes, con la finalidad de realizar un negocio que los beneficiaria en demasía, sin medir las consecuencias de sus actos plagados de egoísmo y enferma ambición.
La película nos enfrenta ante dos cuestiones muy actuales que sintetizarían asi, por un lado un mundo que cree y pretende mantener ciertos valores, como la amistad, la solidaridad y sobre todo una concepción de la moral en la que el fin impone medios para mantener activos esos valores.
A propósito, la moral no se debe entender como una ley que prohíbe o limita sino más bien como saber hacer, lo que se debe hacer en una momento determinado de la vida, o mejor dicho en todos los momentos de nuestra vida, y ese hacer se debe ponderar de acuerdo a cada circunstancia. Por eso muchas veces lo moral puede parecer obsceno y lo obsceno moral.
Por el otro lado la película nos muestra esta modernidad impaciente, inmadura, plagada de soberbia y desprovista de todo prejuicio que entiende la moral al revés y cree que el fin justifica los medios. Es decir, esta modernidad líquida sin creencias que muchos ponderan por snobismo, zoncera o simplemente por ignorancia e incultura.
Como escribió Ortega y Gasset en la década del 30, cuidado con los sabios incultos que no son más que los nuevos bárbaros del presente.
Diría que la historia que nos cuenta Campanella transcurre entre estos dos carriles.
No me animo a decir entre el bien y el mal, sino más bien en una vida con creencias y valores y otra en la que todo vale y parecería que lo mejor no sería esto último.
La película, para el espectador tiene dos ritmos, uno teatral y otro cinematográfico según sus circunstancias, el primero adolece de cierta lentitud, quizás esos diez minutos que le sobran a esta buena película y los propiamente cinematográficos atrapan por su vertiginosa dinámica que paradójicamente se devoran a sus segmentos más pausados.
El ritmo teatral, siempre hablo como espectador medio, es distinto porque uno de algún modo participa desde la platea, diría todo transcurre en un tiempo real. El ritmo del cine es diferente porque uno es totalmente pasivo.
Más aún, como en aquella película “Rosa purpura del Cairo” de Woody Allen, el personaje sale de la película y se mezcla con la gente, lo inverso es imposible, ningún espectador puede ingresar ni participar en su desarrollo.
Esa es la diferencia con el teatro, de algún modo una participa, aunque más no sea viendo y escuchando como suele ocurrir en muchas reuniones sociales o en la propia vida, donde todos representamos, unos mejor, otros peor.
No tengo duda que esta película es un foco de atracción, es además un modo de difundir una forma de ser de una argentina profunda que como el resto del mundo, discurre entre formas de vida que discuten su primacía, pero que parecen perdidas en encontrar el real significado de una palabra tan simple como la “modernidad”.
Es otra forma de colocarnos en el mundo y que los folletos turísticos deban ocuparse de ese lejano país llamado “Argentina” y de que trata eso de las “comadrejas”…
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