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Turismo político: breves y agridulces encuentros con la libertad
Miércoles, 05 Julio 2017 00:49

Restaurante Los Caracoles, Barcelona, España Restaurante Los Caracoles, Barcelona, España

Se acaban de cumplir cuarenta y cuatro años del apagón democrático en Uruguay, y mientras duró, mis viajes al exterior tuvieron un condimento adicional.

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por Damián Argul


BUENOS AIRES

Después del golpe de Estado, viajar a Buenos Aires, con Argentina que todavía seguía en democracia, cobró otro significado. Mi vuelo preferido era el 151 de Pluna que llegaba muy temprano en la mañana, lo que me daba tiempo para sentarme  en la Richmond y leer todos los diarios, La Opinión como imperdible, buscando la información que acá nos estaba negada, recortando y guardando todo lo que apareciera sobre Uruguay.

Fue un tiempo muy rico en experiencias, en el que era común encontrarme con compatriotas exiliados, algunos de los cuales visitaban mi oficina de la calle Sarmiento donde trabajaban varios uruguayos.

En esa época se estrenó la Patagonia Rebelde, una película con el aún heroico por entonces Federico Luppi, que narraba la lucha de los peones de estancias del sur argentino. Fui a verla con unos amigos que al salir me dijeron “tapáte la cara, dicen que los tiras están filmando”. Verdadero o falso, era lo que se vivía en aquel momento.

Argentina atravesaba épocas muy difíciles, horribles, que desembocaron en el golpe de Estado del 76.  

Siete años después viajamos con  Rodolfo "Cucho" Sienra, para festejar la ascensión de Alfonsín y la vuelta a la democracia de Argentina. Carlos Fossa, querido colega, nos consiguió habitaciones en el Hotel Panamericano, que era el cuartel general de Alfonsín.

Su bar se convirtió en el punto de encuentro de políticos argentinos y uruguayos, y se armaban mesas muy animadas, incluso con extranjeros como el italiano Bettino Craxi y el chileno Radomiro Tomic. Solo faltaron Alfonsín y Wilson.  

A éste último lo vi en un par de actos públicos y en uno de ellos pude acercarme a saludarlo. Cucho, que era director del Semanario La Democracia, tuvo una reunión con él.

Durante esos días hubo actos oficiales, festejos y espectáculos.

Entre otros, fuimos a un teatro de la Avenida Corrientes para ver a la murga Araca  la Cana.

Realmente la ciudad era una fiesta y el recuerdo solo lo empaña una columna de “barras bravas” del Partido Radical Intransigente, que desfilaban furiosos contra algo o alguien que no pude descifrar que o quien era.

No voy a  ocultar que también hicimos nuestras incursiones gastronómicas. Por ejemplo a la Taberna Baska, el ABC y un restaurante llamado, sin ninguna connotación partidaria,  La Mosca Blanca, que estaba lleno de uruguayos y servía porciones gigantescas. Lo bueno de esa época fue la unión de todos, sin divisiones partidarias.

ANDORRA

Tengo un grato recuerdo del par de días que pasé en Andorra allá al principio de los 80. Siempre me gustaron esos mini Estados europeos como el Vaticano, Mónaco, Liechtenstein, San Marino.

Era un lugar tranquilo y lo más espectacular era su enclave en el Pirineo. De Andorra la Vella solo recuerdo un torrentoso arroyo corría junto a la calle Principal. Con un grupo de colegas de varios países alternamos paseo y trabajo.

La última noche fuimos a cenar a la Borda del Aví, un encantador restaurante de montaña donde nos esperaba un grupo de colegas locatarios.

Uno de ellos, el Director, del Hotel Eden Roc donde nos hospedábamos, se acercó para preguntarme muy intrigado sobre su Gerente de Recepción. Era un uruguayo, “hijo de un famoso”, que hablaba con el Rey, con el Presidente, recibía cartas de grandes  personalidades y era invitado constantemente a dar charlas por todo el mundo. Tras manejar distintos apellidos todo quedó en la nada. Después de una deliciosa  cena,   volví al hotel por mi merecido descanso. Temprano en la mañana sonó el teléfono de mi habitación: “Argul, -me dijo una voz inconfundiblemente oriental-, aquí tenemos tu pasaporte, se ve que se te cayó, bajá a buscarlo”. Bajé lo más rápido posible fui a consejería donde me estaban esperando “Soy el hijo de  Zavala Muniz, nuestros padres eran amigos” me dijo Justino Zavala Carballo, nada menos que el presidente de la Convergencia Democrática, el señor que tanto intrigaba a mi interlocutor de la noche anterior. La Convergencia era el movimiento que luchaba por el retorno de Uruguay a la Democracia, y yo estaba nada menos que con su cabeza visible. La charla fue muy intensa. Justino sabía todo sobre las cosas importantes que pasaban en Uruguay que a mí me interesaban mucho, y yo le conté cantidad de cosas superfluas que a él también le interesaban mucho.


MADRID

Madrid estaba muy abierta a lo que pasaba en Uruguay, y los diarios traían informaciones de cosas que pasaban acá y de las que nada sabíamos. También había un bar, El Palentino, lugar de encuentro del exilio sudamericano,  donde no encontré a ningún uruguayo aunque iban muchos periodistas españoles y las trasnoches eran muy jugosas. Pero el lugar para ir era Vigüela, donde una vez escuché a la querida Lagrima Ríos en una función cargada de emoción y nostalgia.

Fue también en Madrid que vi en el teatro “Pedro y el Capitán”, conmovedora obra de Mario Benedetti que escenificaba los diálogos de un torturado y su torturador.

PARIS

París también era una caja de resonancia para nuestros exilios, aunque predominaban los argentinos y chilenos. Había espectáculos y exposiciones, y en la iglesia de Saint Germain des Pres colgaban a lo largo de sus naves, listas con los nombres de los desaparecidos y sillas para sentarse a leerlas. Lo curioso era que contra la dictadura brasileña no se veía nada. Por el contrario, una vez coincidí con la “Semaine Brésilienne”, Brasil  estaba de moda: el scratch con  Pelé en el Parque de los Príncipes, conciertos de Bossa en el Olympia y venta de productos brasileños en las Galerías Lafayette.

No sé si el exilio brasileño era tan activo como el de los otros países, pero tenía su visibilidad. El tamaño importa.

EN EL AIRE

Esto lo aprendí una vez que viajé de México a Buenos Aires junto al director de Reuters. Era un alemán muy simpático y hablaba español muy correctamente. Venía eufórico por haberle hecho una entrevista a Fidel Castro  e iba a hacer un reportaje sobre la situación argentina. ¿Por qué no venís a ver lo que pasa en Uruguay? le pregunté. “Las noticias de Uruguay tienen muy pocos lectores, y las que enviamos, los diarios no las publican.” me dijo en una época que no había Internet y aunque la hubiera, no cambiaría mucho la cosa, algo que conviene tener siempre en cuenta.

MEXICO

Viajé a México  inmediatamente después del plebiscito del ’80. Enseguida intenté ver a Wilson quien había festejado allí la victoria del NO, pero ya se había ido, o  sea que seguí a Taxco donde tenía una reunión de cuatro días, que pasé en la Posada de la Misión, hotel museo, más museo que hotel, pero con un restaurante con una impagable vista de la ciudad. Luego de la reunión volví al DF (ahora hay que decirle Ciudad de México) para embarcar al día siguiente de vuelta a casa. En la mañana, al finalizar el informativo de Televisa, veo en los créditos una cantidad de apellidos de periodistas uruguayos indudablemente exilados. Todos mis esfuerzos para que la telefonista del canal entendiera que quería hablar con uno de ellos fueron vanos, así que me fui a dar unas vueltas, compré un casette de Zitarrosa, las vidrieras de las disquerías estaban  dedicadas a él, almorcé en Café Tacuba y salí para el aeropuerto.

Ahí si había muchos uruguayos despidiendo a sus hijos pequeños que venían a pasar las fiestas con sus abuelos. Había algunas caras conocidas, pero era   un momento demasiado intenso para interrumpirlos.

BARCELONA

Dejé para lo último mis encuentros con Wilson Ferreira Aldunate, que fueron varios y en distintos lugares. Todos  emotivos,  en los que desplegaba su afecto e inteligencia deslumbrante. Pero sólo uno fue un encuentro privado, el y Susana, yo y Rosario, donde pudimos aprovecharlo al máximo. Después de haberlo buscado varios días en Barcelona e incluso en su refugio en Platja d’Aro a donde fuimos a buscarlo  con la excusa de recorrer la Costa Brava. Mi contacto estaba en la Generalitat, pero con el tema de  ETA era muy difícil entrar. Lo hice muchos años después para admirar los magníficos murales de Joaquín Torres García.

Por fin nos vimos la última noche en una cena memorable en Los Caracoles, un bodegón del barrio Gótico. De lo que comí no me acuerdo,  aunque si de sus mil anécdotas de su trabajos y de la vida cotidiana, de las formas de entretenerse para soportar  la soledad del exilio londinense, cuentos llenos de humor, e incluso refiriéndose a mi trabajo confesó que recién viviendo en Londres se había dado cuenta de la importancia del turismo y los servicios. Anteriormente “creía que un país solo levantaba con la industria y el agro”. Algo que acá todavía muchos parecen no haberse dado cuenta.

Y al despedirme nuevamente esa extraña sensación de sentir que uno le está sacando algo de ese privilegio de poder volver a la patria.    
 
Portal de América